14 de diciembre de 2018

Gritad jubilosos


Salmo 12

Gritad jubilosos: «Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel.»
El Señor es mi Dios y salvador: Confiaré y no temeré, porque mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación. Y sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación.
Dad gracias al Señor, invocad su nombre, contad a los pueblos sus hazañas, proclamad que su nombre es excelso.
Tañed para el Señor, que hizo proezas, anunciadlas a toda la tierra; gritad jubilosos, habitantes de Sión: «Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel.»

En el tercer domingo de Adviento, el llamado Gaudete, las lecturas nos invitan a la alegría. Es una alegría que no está causada por las circunstancias externas. El profeta Sofonías invita a su pueblo a cantar con júbilo al Señor en medio de una época de grandes dificultades. San Pablo escribe a los filipenses desde la cárcel, en peligro de condena. ¿Por qué, en esas situaciones, hablan de alegría?

Hoy vivimos tiempos difíciles y convulsos. Los cristianos podemos tener la tentación de pensar que la alegría exultante está fuera de lugar. ¡Muy al contrario! Es justamente cuando los problemas arrecian cuando hemos de estar más alegres. Y no por masoquismo o por ciega inconsciencia. No nos alegran los males que afligen el mundo, ni reímos ante nuestras propias debilidades y dolencias. Pero, como decía san Francisco, la verdadera alegría se encuentra en estos momentos de prueba. Cuando no hay ningún motivo para reír, es entonces cuando sólo nos queda una salida: agarrarnos bien fuerte al Dios que nos ama y jamás nos abandona.

Y Dios, como afirmaba un santo contemporáneo, “nunca pierde batallas”. Es fiel y permanece con nosotros. Nuestro motivo de alegría no reside en el mundo, sino en Él. Con Él a nuestro lado, nada hay que temer, ¡nada! Dicen los versos del salmo que “sacaremos aguas con gozo de las fuentes de la salvación”. Estas fuentes están en nuestro corazón, y el agua que las llena y las desborda viene de Dios.

En Adviento se nos recomienda acercarnos al sacramento de la penitencia y reconciliarnos con Dios, con nosotros mismos, con los demás. Esa reconciliación pasa por una apertura del alma. Es Dios mismo quien derrama su amor como cascada que nos limpia y nos renueva por dentro. Recibámosle y dejemos que su gozo nos inunde.

7 de diciembre de 2018

El Señor ha estado grande... ¡estamos alegres!


Salmo 125

El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Cuando el Señor cambió la suerte de Sion, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares.

Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos.» El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Que el Señor cambie nuestra suerte, como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.

Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas.

Hoy nos encontramos con un salmo exultante, gozoso, agradecido. Es el cántico del pueblo —de la persona— que se siente amado por Dios y ve cómo Él ha intervenido en su vida.

Las imágenes del salmo son hermosas. Los torrentes del Negueb, como todo arroyo que corre por el desierto, pueden pasar meses de sequía, con sus  cauces arenosos y estériles. Y, cuando llegan las lluvias, en cambio, bajan caudalosos. Dios es esa lluvia que transforma nuestras vidas.

Otra imagen del salmo nos recuerda aquel evangelio del sembrador. Dice el salmista: “al ir, iba llorando, llevando la semilla”. Sembrar es trabajo duro e incierto. ¿Crecerá una buena cosecha? Esto mismo podemos preguntarnos nosotros, los cristianos de hoy, cuando nos afanamos en nuestras tareas pastorales, colaborando en parroquias o movimientos. ¿Dará fruto todo nuestro esfuerzo? Tal vez el panorama que vemos nos desanime y nos haga llorar. Pero pongamos todo nuestro afán, nuestro trabajo, nuestros anhelos, en manos de Dios. El labrador hace su trabajo, pero el cielo también hace su parte. Es Dios quien, finalmente, hará florecer nuestros esfuerzos. Y entonces, llegará el día en que alguien, quizás no la misma persona que sembró, recogerá las espigas con alborozo.

La persona que reconoce todo cuanto hace Dios en su vida se ve colmada de gratitud. Y del agradecimiento brota la alegría. Podríamos decir que una persona alegre es una persona agradecida. Se sabe pequeña y limitada, y sabe reconocer las cosas grandes que Dios ha hecho por ella. Por eso, se siente pobre y rica a la vez. Pobre en sus propias fuerzas; rica en dones recibidos. Esta humildad, lejos de encogerla y de oprimirla, ensancha el corazón, ilumina el rostro y abre la boca para entonar una alabanza.

22 de noviembre de 2018

El Señor reina vestido de majestad


Salmo 92

El Señor reina, vestido de majestad.
El Señor reina, vestido de majestad, el Señor, vestido y ceñido de poder.
Así está firme el orbe y no vacila. Tu trono está firme desde siempre, y tú eres eterno.
Más potente que la voz de muchas aguas, más potente que el mar en su oleaje, más potente es el Señor en las alturas.
Tus mandatos son fieles y seguros; la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término.

Este salmo es muy acorde a la festividad que celebramos este domingo, Cristo Rey del Universo.
En él, se nos presenta a Dios como señor poderoso, rey de toda la creación, revestido de poder. El lenguaje y el tono son épicos, así como esas imágenes potentes —las aguas que rugen, las alturas del cielo. La fuerza de Dios es sobrecogedora.

¿Qué mensaje leemos aquí? Que Dios late detrás de todo el universo. Que todo cuanto existe es obra suya. Si la obra es maravillosa y admirable ¡cuánto más lo será el artista que la creó! Estos versos traducen una experiencia religiosa de asombro y veneración, muy alejada del animismo o del panteísmo, que ven divinidad en todas las cosas. La fe hebrea y la fe cristiana ven la huella de Dios en todo lo creado, pero no confunden la obra con el creador. La divinidad, lo sagrado, está en Él, más que en el mundo físico y visible. Dios es inmutable y eterno, y su poder es esta capacidad para crear y sostener la existencia de las cosas y los seres.

Esta actitud de admiración y reconocimiento de Dios se da en la contemplación. Y de ella surge una forma de actuar y de estar en el mundo: una ética, una moral. Como el Papa Francisco señala en su encíclica Laudato Si’, la fe cristiana nos pone la base para una actitud ecológica de admiración y respeto hacia la naturaleza, pero también hacia el ser humano. La ecología no puede ir separada de la justicia; el respeto al medio ambiente ha de ir acompañado por la protección del más débil y necesitado. Por eso los últimos versos del salmo ya no nos hablan de las bellezas del mundo, sino de los «mandatos» del Señor. Unos mandatos que son «fieles y seguros», que son santos. ¿Qué significan estas palabras?

La acepción hebrea de mandato no es tanto una orden como una necesidad, una urgencia. Existe una ley de Dios que nunca falla y que otorga, a quienes la siguen, santidad: es decir, alegría imperecedera, paz interior, libertad y nitidez de corazón. Esa ley no sigue las inercias de nuestro mundo, movido por el afán de poder y el egoísmo. Es la ley que Jesús mostró muy claramente con su vida: el poder de Jesús es el servicio, la donación, la entrega a los demás. El gran poder de Dios es su capacidad de amar sin límites. La ley, dice San Pablo, es el amor. En él yace la realeza del Señor.

15 de noviembre de 2018

Protégeme, Dios mío

Salmo 15


Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.
El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.

Las lecturas del Antiguo Testamento y del evangelio esta semana nos hablan de grandes tribulaciones que afligen al mundo, pero también de esperanza. En tiempos de crisis y dificultades como los que vivimos, vale la pena leer con calma y profundizar en estos textos, no para caer en el alarmismo ni en el miedo, no para desanimarnos, sino para dilucidar qué nos dicen estas líneas.

Las escrituras siempre nos traen una última palabra de aliento y esperanza. El salmo 15 es una exclamación de gozo y una llamada a la paz. Con Dios a nuestro lado, nunca vacilaremos. Y él es, no aquel Dios lejano e inalcanzable, sino nuestro «lote, nuestra heredad»: lo hemos recibido como regalo, él mismo se nos da. No tenemos que esforzarnos por buscarlo, sino simplemente recibirlo y dejar que nos abrace y nos proteja en el calor de su regazo.

Dios sacia, Dios colma, Dios llena nuestra alma siempre hambrienta de infinito. Y cuando experimentamos ese amor entrañable sobreviene la paz. La paz interior, que tanto buscamos, no vendrá por muchas prácticas ascéticas ni seudo-místicas. La paz auténtica no la construimos, sino que también nos es dada. Nos la da la certeza de ser amados. Por eso «se alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena». El salmo emplea expresiones muy carnales, muy vívidas, para reflejar esa paz que afecta no sólo a nuestra mente o a nuestros sentimientos, sino también a nuestro cuerpo, a nuestra salud.

Recordar la cercanía de Dios nos da coraje y valor para afrontar cualquier dificultad: «no vacilaré». Los cristianos lo tenemos todo para superar el miedo. Nuestra fe nos ayuda a vencer los temores más grandes, incluido el temor a la muerte. Porque Dios nos ama tanto que también nos da esa inmortalidad anhelada: «no me entregarás a la muerte». No, no pereceremos definitivamente: hay en nosotros un espíritu que prevalecerá, porque está hecho de la misma sustancia que el Creador. Esta convicción también alimenta nuestra esperanza. Y quien espera, se pone manos a la obra para construir, día a día, paso a paso, un mundo mejor.

26 de octubre de 2018

El Señor ha sido grande con nosotros


Salmo 125

El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares.
Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos.» El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
Que el Señor cambie nuestra suerte, como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.
Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas.

Hoy nos encontramos con un salmo exultante, gozoso, agradecido. Es el cántico del pueblo —de la persona— que se siente amado por Dios y ve cómo Él ha intervenido en su vida.

Las imágenes del salmo son hermosas. Los torrentes del Negueb, como todo arroyo que corre por el desierto, pueden pasar meses de sequía, con sus  cauces arenosos y estériles. Y, cuando llegan las lluvias, en cambio, bajan caudalosos. Dios es esa lluvia que transforma nuestras vidas.

Otra imagen del salmo nos recuerda aquel evangelio del sembrador. Dice el salmista: «al ir, iba llorando, llevando la semilla». Sembrar es trabajo duro e incierto. ¿Crecerá una buena cosecha? Esto mismo podemos preguntarnos nosotros, los cristianos de hoy, cuando nos afanamos en nuestras tareas pastorales, colaborando en parroquias o movimientos. ¿Dará fruto todo nuestro esfuerzo? Tal vez el panorama que vemos nos desanime y nos haga llorar. Pero pongamos todo nuestro afán, nuestro trabajo, nuestros anhelos, en manos de Dios. El labrador hace su trabajo, pero el cielo también cumple su parte. Es Dios quien, finalmente, hará florecer nuestros esfuerzos. Y entonces, llegará el día en que alguien, quizás no la misma persona que sembró, recogerá las espigas con alborozo.

La persona que reconoce todo cuanto hace Dios en su vida se ve colmada de gratitud. Y del agradecimiento brota la alegría. Podríamos decir que una persona alegre es una persona agradecida. Se sabe pequeña y limitada, y sabe reconocer las cosas grandes que Dios ha hecho por ella. Por eso, se siente pobre y rica a la vez. Pobre en sus propias fuerzas; rica en dones recibidos. Esta humildad, lejos de encogerla y de oprimirla, ensancha el corazón, ilumina el rostro y abre la boca para entonar una alabanza.

11 de octubre de 2018

Sácianos de tu misericordia, Señor


Salmo 89

Sácianos de tu misericordia, Señor, y toda nuestra vida será alegría.
Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos.
Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo. Danos alegría, por los días en que nos afligiste, por los años en que sufrimos desdichas.
Que tus siervos vean tu acción, y sus hijos tu gloria. Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos.

En los versos de este salmo hay un contenido muy denso que, aparentemente, quizás no lleguemos a captar. Vayamos desgranando frase por frase, palabra por palabra, y descubriremos en él una profunda sabiduría existencial.

El verso que cantamos como estribillo termina con una promesa de felicidad: «toda nuestra vida será alegría». ¿No es este el deseo de todo hombre, en todo tiempo y en todo lugar? Pero lo interesante es ver qué produce esta alegría: «Sácianos de tu misericordia», dice el salmo. Esto, y no otra cosa, será lo que nos cause la felicidad.

Misericordia es un concepto que se entiende poco y que nos suena a compasión, incluso a condescendencia. Los teólogos explican el significado de esta palabra: misericordiosa es la persona de corazón tierno, capaz de conmoverse, de compadecerse y de empatizar con el otro. En hebreo, el significado aún es más rotundo. Viene de la palabra entraña y significa mirar con amor y con ternura entrañable de madre.

Así nos mira Dios. Su mirada es fuente de amor desbordante, de bondad, de dulzura y de fuerza. Es él quien, mirándonos, nos sacia y nos hace exultar de alegría.

Esta petición tiene muy poco que ver con una mentalidad autosuficiente que encumbra al ser humano y pretende hacerlo capaz de todo. El salmista reconoce que el hombre, con sus propias fuerzas, no puede conseguir la felicidad. Esta es una realidad que vemos patente a lo largo de toda la historia. El hombre persigue la felicidad, pero le resulta difícil conseguirla y, cuando lo intenta sin contar con Dios, acaba cayendo en el más espantoso desastre. Los paraísos sin Dios terminan por convertirse en infiernos que se cobran miles de víctimas.

Pero el salmo sigue. Se adivina en sus líneas un padecimiento que ha marcado al pueblo, un largo periodo de desdichas, el exilio en Babilonia. Los israelitas intentaron dar un sentido a las desgracias sufridas e interpretaron la caída de su reino y el destierro como una consecuencia de su alejamiento de Dios. Por eso dice «danos alegría por los años en que nos afligiste», como si Dios, de algún modo, hubiera castigado a su pueblo. Volver a reconciliarse con él trae la salvación y la esperanza. Por eso el salmo contiene también una súplica: que Dios se apiade e intervenga a favor del pueblo. «Que tus siervos vean tu acción… Baje a nosotros tu gloria».

Quizás esta interpretación, hoy, nos resulte simple e inexacta. No podemos aceptar que Dios premie y castigue la lealtad, como lo haría un señor terrenal con sus vasallos. Jesús nos mostró que Dios es leal siempre y que nosotros somos sus hijos, no sus siervos. Nos enseñó, dando su vida, que Dios se entrega a sus hijos aunque estos se alejen de él. Dios no espera nuestra justicia para impartir la suya, que es bondad desbordante y sin medida.

En cambio, sigue siendo actual la interpretación de este salmo como un toque de alerta a nuestro orgullo autosuficiente. «Enséñanos a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón sensato». Sepamos contemplar nuestra vida en su justa mesura, entendamos que no somos inmortales, ni ilimitados, ni omnipotentes. No somos dioses y vivimos en la contingencia. Pero tampoco estamos solos. Dios está ahí y vendrá si lo invocamos. Nosotros ponemos nuestro esfuerzo y afán, pero él, y solo él, puede hacer que dé fruto y prosperen las obras de nuestras manos.

5 de octubre de 2018

Que el Señor nos bendiga todos los días

Salmo 127


Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida.
Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien.
Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa;
tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa.
Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida.
Que veas a los hijos de tus hijos. ¡Paz a Israel!

En este salmo hay una doble alabanza: a Dios, que reparte sus bendiciones y que vela por nosotros «todos los días de nuestra vida», y al justo que sigue los caminos del Señor. A través de imágenes sencillas y expresivas, el salmista nos muestra qué dones recibe el que «teme al Señor»: son aquellos que todo hombre de aquella época podría considerar los mayores bienes: una esposa fecunda, un hogar próspero, hijos sanos y hermosos, salud y una descendencia numerosa. Hoy, tantos siglos después, este sigue siendo el sueño de muchísimas personas: formar una familia, gozar de bienestar económico y vivir una vida larga y pacífica junto a los seres queridos.

Pero, ¿quién puede conseguir esta felicidad? ¿Quién es el que teme al Señor y sigue sus caminos? En lenguaje de hoy no podemos comprender que haya que tener miedo de un Dios que es amor. Pero esa falta de temor tampoco nos ha de llevar al olvido y al descuido. Dios nos ama, pero también nos enseña. Nos muestra, a través de la Iglesia y especialmente a través de su Hijo, Jesús, cuál es el camino para alcanzar una vida digna, llena de bondad. Lo que hemos de temer es olvidarnos de él, ignorarlo, vivir a sus espaldas. ¡Ay de nosotros si apartamos a Dios de nuestra vida! Perderemos el referente ético, caeremos en la oscuridad y el desconcierto, comenzaremos a vagar a la deriva. Perderemos la paz, la armonía familiar y hasta los bienes materiales, tarde o temprano.

Los antiguos ya indagaron sobre qué debía hacer el hombre que buscaba una vida sana, dichosa y en paz. Los filósofos clásicos llegaron a la conclusión de que se podía alcanzar mediante la honradez y la práctica de las virtudes. También los israelitas creían que mediante el culto a Dios y el cumplimiento de sus mandatos, que no dejan de ser prácticas cívicas y virtuosas, podrían alcanzarla. Los cristianos, hoy, tenemos un camino aún más claro y directo: Jesús. Ya no se trata de aprender doctrinas o de leer muchos libros, sino de conocer, amar e imitar al que amó generosamente, hasta el extremo, y aprender a amar como él lo hizo. Ese es nuestro auténtico camino.

Por eso este salmo, además de alabanza, es un recordatorio. Dios cuida de nosotros siempre, cada día que pasa. Y nos muestra el camino hacia la «vida buena», la que todos anhelamos en lo más profundo de nuestro ser, la que merece ser vivida. Es un camino que pasa por dejar de ser el centro de nosotros mismos y entregarse a los demás.

28 de septiembre de 2018

Los mandatos del Señor alegran el corazón


Salmo 18

Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón.
La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante.
La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos.
Aunque tu siervo vigila para guardarlos con cuidado, ¿quien conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta.
Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine: así quedaré libre e inocente del gran pecado.


Para los hebreos, los mandatos del Señor son mucho más que cumplir una serie de normas y preceptos. La ley expresa el designio divino para toda la humanidad. El cumplimiento de sus mandatos no es una obligación estricta, sino un imperativo de carácter urgente y bueno, que pide una respuesta por lo crucial y vital de su naturaleza. Por esto, para el creyente judío un precepto de Dios es un anuncio gozoso, porque detrás de él late el deseo inagotable del Creador que quiere la felicidad de su criatura.

El amor a Dios pasa por el amor a la Torah. El pueblo de Israel va tomando conciencia progresiva de que Dios es justo, y su justicia está basada en el amor a su pueblo. En su ley no hay falacia ni engaño: es verdadera porque nos ayuda a ampliar nuestros horizontes como personas. Nuestra respuesta a su ley nos ayudará a vivir más auténticamente. Dios nos lo pedirá todo, pero hasta donde nosotros podamos responderle; él nos conoce bien y su justicia es infinita. 

Esta ley orienta la vida del creyente hacia Dios, le ayuda a vivir con rectitud y con plenitud. Una vida ordenada y coherente lleva a una profunda paz interior y, como consecuencia, a un estado vital de comunión en lo más profundo del corazón.

Dios desea la calma, el sosiego, la confianza, el descanso del espíritu. El desconocimiento de sus leyes nos llevaría a caminar sin rumbo, vagando hacia el vacío.

En lo más hondo de nuestro ser, todos deseamos conectar con la bondad de Dios y vivir instalados en la certeza de que somos amados por él. La ley del Señor manifiesta su lealtad y fidelidad al hombre. Dios desea que el corazón humano se abra a él y que toda persona pueda conocerle.

Conocer esta ley es conocer las mismas entrañas de Dios. El corazón de Dios es pura esencia amorosa. Desde siempre y para siempre, él desea estar a nuestro lado. Nada ni nadie puede apartarlo de esta profunda convicción. Su deseo de permanencia en nosotros responde al pacto de fidelidad que ha asumido para salvarnos.

20 de septiembre de 2018

El Señor sostiene mi vida


Salmo 53

El Señor sostiene mi vida.
Oh Dios, sálvame por tu nombre, sal por mí con tu poder. Oh Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras.
Porque unos insolentes se alzan contra mí, y hombres violentos me persiguen a muerte, sin tener presente a Dios.
Pero Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida. Te ofreceré un sacrificio voluntario, dando gracias a tu nombre, que es bueno.


«El Señor sostiene mi vida.» En estas palabras descansa nuestra fe y una actitud vital y existencial de confianza, llena de sentido.

Dios en la Biblia es visto como Señor de la vida, siempre viviente, el «Dios de vivos, y no de muertos», como dice Jesús. Desde un punto de vista filosófico, Dios es el que es, la perfección del ser, porque siempre ha sido, es y será, más allá de las limitaciones del espacio y del tiempo. Dios es el Ser con mayúsculas.

Por eso nos sostiene a nosotros en la existencia. Somos, dicen algunos poetas, una llama de la gran hoguera que arde de vida y que da origen a todo cuanto existe. Somos un soplo del aliento de Dios, somos una gota de su mar, un eco de su voz creadora. Acercarnos a él y a su misterio es volver a nuestros orígenes, es alimentarnos de nuestras raíces y encontrarnos con lo más genuino de nuestro propio ser.

Por eso, cuando las dificultades y los peligros nos amenazan, necesitamos regresar a esa áncora, a esa raíz que nos sostiene y evita que caigamos en la desesperación. Es en tiempos de crisis, tanto personal como social, cuando necesitamos un tiempo para hacer silencio, reflexionar y orar. Aunque nuestra oración no sea más que una súplica: «Oh Dios, sálvame por tu nombre. Oh Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras».

Dios siempre escucha, no lo dudemos. Otra cosa es que sepamos oír su respuesta. A veces calla, a veces se toma un tiempo en responder, porque quizás necesitamos calmarnos y aprender a ver las cosas con más lucidez… Otras veces puede ser que nos responda, pero que nosotros no sepamos interpretar su lenguaje y sus señales.

El salmo reitera la expresión «tu nombre». El nombre de Dios, que aparece en el Decálogo y en el Padrenuestro, por citar dos lugares conocidos por todos, es algo más que un nombre. Explica el Papa Benedicto en su libro sobre Jesús que nombrar a alguien significa que podemos dirigirnos a esa persona, podemos dialogar con ella, como un interlocutor. Podemos escucharla y amarla. «El nombre de Dios» nos remite a un Dios personal, un Dios cercano, amigo. No se trata de una energía cósmica o de un poder que podamos aplacar o dominar con ciertas artes o ensalmos. Dios siempre está más allá de nuestra dimensión limitada y temporal pero, al mismo tiempo, siempre está «más acá», en lo más íntimo de nosotros, sosteniendo nuestra vida, cuidándonos. Ni un solo cabello caerá, dice Jesús, sin que él lo sepa. Démosle gracias, con cariño, por su presencia amorosa.

13 de septiembre de 2018

Caminaré en presencia del Señor


Salmo 114

Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante, porque inclina su oído hacia mí el día que lo invoco.
Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en tristeza y angustia. Invoqué el nombre del Señor: «Señor, salva mi vida»
El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo; el Señor guarda a los sencillos: estando yo sin fuerzas, me salvó.
Arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.

Este es un salmo de consuelo y aliento. La frase que se canta como respuesta: Caminaré en presencia del Señor, podría ser un hermoso lema para cada día. No es lo mismo vivir ignorando a Dios, inmersos en las preocupaciones de la vida cotidiana, que ser consciente de que cada paso que damos, cada segundo de nuestra vida que se desliza, transcurre ante la mirada de Alguien que nos contempla con amor. 
El salmo relata una serie de circunstancias adversas. Ya sea por acontecimientos externos, o porque dentro de nosotros mismos descubrimos abismos tenebrosos, ¿quién no se ha sentido atrapado, angustiado, caído y envuelto “en redes de muerte”?
Es en esos momentos cuando podemos rebelarnos contra Dios o bien pedir su auxilio. El salmo dice que “el Señor guarda a los sencillos”. Ante las dificultades de la vida, la persona orgullosa puede optar por afrontarlas sola, o bien por renegar de un Dios que permite tanto mal. Pero el sencillo de corazón, el que se siente pequeño y necesitado, pide ayuda. ¡Esa será su salvación! Porque Dios nunca ignora una súplica sincera. ¿Cómo podemos pensar que los males que azotan el mundo son voluntad suya? Es su ausencia la que causa dolor y desgracia en el mundo. Allí donde Dios es rechazado, cunde el dolor y la barbarie.
El salmo 114 es una llamada a la esperanza y a confiar en Dios, teniéndolo siempre presente en nuestra vida. Vivir conscientes de la presencia del Señor ha sido una constante en la vida de muchos santos. Y ese “país de la vida” es una hermosa expresión que no significa otra cosa que una existencia densa y llena de sentido, porque sabemos que Dios la ha querido y la ama.

18 de agosto de 2018

Gustad y ved qué bueno es el Señor


Salmo 33

Gustad y ved qué bueno es el Señor.
Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.
Todos sus santos, temed al Señor, porque nada les falta a los que le temen; los ricos empobrecen y pasan hambre, los que buscan al Señor no carecen de nada.
Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor; ¿hay alguien que ame la vida y desee días de prosperidad?
Guarda tu lengua del mal, tus labios de la falsedad; apártate del mal, obra el bien, busca la paz y corre tras ella.

El estribillo de este salmo es de una belleza fresca y sorprendente. Gustad y ved. No nos habla de fe ciega, tampoco de conocimiento intelectual o de razones. La bondad del Señor no solo se sabe o se cree, sino que se gusta, se saborea, se palpa, se ve. La experiencia de Dios no se limita a nuestra mente, sino que rebasa el campo del pensamiento y empapa toda nuestra existencia. Dios nos habla a través del corazón y de los sentidos. Y su sabor es bueno. Su experiencia es dulce y vivificante. No nos adormece, sino que nos despierta y nos fortalece.

A continuación, el salmo habla de una actitud poco comprendida y a veces mal interpretada: el temor del Señor. ¿Qué significa temer a Dios? Para muchos, es reconocimiento de su grandeza y respeto ante su poder. Para otros, implica obediencia incondicional, sumisión. Para otros, adoración ante su misterio. Para los detractores de la fe, por supuesto, es una forma de atar a los fieles para someterlos a los dictados de los líderes religiosos.

En muchos lugares de la Biblia se habla de este temor de Dios. ¿Cómo  conjugarlo con las palabras que acabamos de pronunciar: gustad y ved qué bueno es el Señor?

Un teólogo dijo que temor de Dios no es espanto de él, sino miedo a perderle, miedo a alejarse de él, miedo a romper con él. Es el temor a perder lo más valioso, lo más bello e importante de nuestra vida. Y este temor está fundado en un profundo amor. ¿Quién no sufre o teme perder lo que más ama?

“Nada les falta a los que le temen”, “no carecen de nada”. Estas frases me llevan a aquella tan conocida de Santa Teresa: “Solo Dios basta; quien a Dios tiene, nada le falta”. Creo que por aquí hemos de entender el “temor de Dios”. Ha de ser ese deseo de que jamás falte de nuestra vida, que siempre esté presente, cercano. Que todo cuanto hagamos sea ante su presencia, por él y con él. Porque Dios, lejos de ser un policía controlador de nuestros actos, es la presencia amorosa que llena de sentido y plenitud cada minuto de nuestra vida.

Actuar con Dios supone justicia, bondad, generosidad, verdad. El último verso del salmo detalla cómo obran los que “temen a Dios”: apartándose del mal y de la mentira, buscando la paz. Verdad, paz, bien, esto son señales seguras de que Dios está cerca.

10 de agosto de 2018

Gustad y ved


Salmo 33, 2-9

El Señor me libró de todas mis ansias.
Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. 
Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias. 
Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias. 
El ángel del Señor acampa en torno a sus fieles y los protege. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él. 

Hoy encontramos muchísima literatura, cursos, talleres y material audiovisual de autoayuda. Buena parte de todo este esfuerzo se centra justamente en librar a las personas de su angustia vital. Una angustia que puede estar provocada por los problemas o circunstancias que nos acosan diariamente pero también, en muchos casos, es fruto de una actitud ante la vida y los sucesos, que nos vuelve frágiles y nos hace zozobrar en medio del oleaje.

La humanidad ha alcanzado cimas muy altas en ciertas áreas del saber y disponemos de muchísimos recursos para afrontar los desafíos de la vida. Pero, con la proliferación de recursos y el auge tecnológico y científico también ha crecido la inseguridad en todos los aspectos. Padecemos inseguridad económica, miedo ante el futuro, ante la soledad, la pobreza o la guerra. Y padecemos, también, estrés, un azote de nuestra cultura occidental, la sensación de estar corriendo hacia ninguna parte y una terrible falta de sentido que nos hace ver la vida como una carga, vacía, efímera y a veces absurda.

¿De dónde viene esta actitud? Quizás el origen de todo haya sido una sobrevaloración del poder humano, una soberbia y un alejamiento progresivo de Dios; un olvidarse que, detrás de todos los logros del hombre está la potencia invisible pero siempre presente de Dios.

En este contexto la Biblia, el libro de autoayuda más antiguo y quizás el mejor que existe, viene a darnos luz. No es un consuelo barato ni una ilusión. La Biblia no se anda con rodeos: no quiere deslumbrarnos con fuegos artificiales ni adormecernos entre humo de incienso. Los salmos de súplica reflejan realidades humanas de dolor, miedo y angustia sin paliativos. Pero al mismo tiempo reflejan una vivencia muy honda y real: la del hombre que ha encontrado a Dios y, con él, ha podido levantarse y seguir adelante.

El salmo nos dice que Dios siempre responde cuando clamamos a él. Es un Dios que escucha. Me libró de todas mis ansias: es un Dios liberador. El salmo no nos dice exactamente qué hace Dios para librarnos. Por experiencia sabemos que Dios no interviene en nuestra vida como un mago, para sacarnos las castañas del fuego. Pero sí sabemos que su presencia nos conforta, nos anima y nos impulsa. ¿Cómo nos ayuda Dios?

Quizás la respuesta esté en los mismos versos del salmista: El ángel del señor acampa en medio de sus fieles... Dios no nos envía remedios, ¡él mismo viene en nuestro auxilio! Su ayuda es él. Se nos da, en persona, para acompañarnos, para estar a nuestro lado, para llenarnos con su vida. ¿Somos conscientes de que está con nosotros, dentro de nosotros, insuflándonos su aliento, sosteniéndonos en el ser, a cada instante?

Contempladlo y quedaréis radiantes. Ahí está el secreto: en la contemplación, en la oración silenciosa ante él. Respirar, agradecer la vida, sentir su presencia nos hará conscientes de que todo cuanto tenemos y somos es un don. En él vivimos, nos movemos y existimos. Estamos arraigados en él, que nos da la existencia y nos lo da todo... Esa certeza hace brotar la gratitud, y con la gratitud desaparecen el miedo y la angustia.

¡Cantemos! Dejémonos amar por el que es más íntimo que nuestra más profunda intimidad. Y su amor nos librará de la angustia y nos hará caminar erguidos, confiados, alegres y valientes. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él.

2 de agosto de 2018

Trigo celeste


Salmo 77

El Señor les dio un trigo celeste.
Lo que oímos y aprendimos, lo que nuestros padres nos contaron, lo contaremos a la futura generación: las alabanzas del Señor, su poder.
Dio orden a las altas nubes, abrió las compuertas del cielo: hizo llover sobre ellos maná, les dio un trigo celeste.
Y el hombre comió pan de ángeles, les mandó provisiones hasta la hartura. Los hizo entrar por las santas fronteras, hasta el monte que su diestra había adquirido.

Este salmo recuerda el episodio del Éxodo en el que el pueblo israelita pasaba hambre y clamó contra Moisés y Aarón: «Nos habéis sacado de Egipto, donde nos hartábamos, para morir de hambre en este desierto». Entonces Dios les envió el maná, con el que se alimentaron durante su largo periplo.

El salmo no recuerda el descontento del pueblo, sino la gratitud ante el poder de Dios y su bondad. De nuevo la Biblia nos muestra un Dios providente y provisor, como la madre que alimenta a sus retoños. Y lo hace mostrando su poder, pues en sus manos está el obrar prodigios y hacer llover pan del cielo.

Vemos aquí al mismo Dios del Génesis, que se preocupa por el alimento y el vestido de sus hijos. Es una imagen que nos muestra un Dios cercano, humano y sensible a nuestras necesidades materiales.

Penetrando en el mensaje tras estas líneas, podemos pensar que, ciertamente, y sin necesidad de prodigios, Dios nos alimenta con «trigo celeste». ¿Acaso no es el creador del mundo y de la vida? El mayor milagro es que exista el universo, y dentro de él, un planeta verde y fértil con una naturaleza generosa y abundante que puede alimentar a todos los seres vivientes. Pero en este planeta ha surgido otro milagro aún mayor si cabe: una consciencia maravillosa y creativa, la mente humana. Con la riqueza de la naturaleza y nuestra mente podemos vivir una vida plena y digna.

Todo cuanto tenemos, desde el aire hasta el alimento, desde el aliento vital hasta la inteligencia de nuestro cerebro, es puro don. Si recordamos esta realidad, si sentimos que todo es regalo de Dios, nos será fácil comprender el espíritu de este salmo: la gratitud. Y de ahí se desprende otra actitud: el respeto hacia todo lo creado, el cuidado de la naturaleza, una ecología sana que nos hará comprender que no somos dueños, sino administradores, y que no podemos explotar impunemente ni abusar de los recursos que están a nuestro alcance.

Agradece y canta quien es consciente de que ha recibido mucho. El salmo utiliza verbos muy expresivos: oír, aprender, contar. Son los verbos que caracterizan el testimonio, el anuncio, la noticia. Quienes no vieron cara a cara el prodigio, lo escucharon de sus padres y lo hicieron parte de su vida. Ese es el sentido profundo de «aprender». Y cuando algo forma parte de ti, algo importante que te construye como persona y que marca tu historia, no puedes menos que anunciarlo, comunicarlo, esparcirlo. 

Así es como se consolida la fe de un pueblo y cómo se genera una cultura. A partir de una experiencia impactante y liberadora, contada y recordada por generaciones, el presente queda vinculado a un pasado y proyectado a un futuro. La experiencia fundacional de Israel es esta: la de un Dios liberador y providente, que jamás desatiende el clamor de su criatura.

21 de julio de 2018

El Señor es mi pastor, nada me falta

Salmo 22


El Señor es mi Pastor, nada me falta. 

El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas.

Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan.

Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.

Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término.

Las lecturas de este domingo nos presentan a Jesús como imagen del buen pastor. Esta imagen está profundamente arraigada en la cultura de Israel, desde muy antiguo. El pueblo que nació nómada no pierde la memoria. El pastor que guía y cuida al rebaño se convierte en espejo del buen guía, del líder que ha venido para servir y dar la vida, no para mandar ni arrebatar.

Cuando Jesús explica que él es el buen pastor, seguramente tiene en su mente los versos de este salmo. La comparación es precisa y define cómo debe ser aquel que tiene a su cargo otras personas. Estas frases apelan a padres, maestros, consejeros, directores de escuelas, de empresas u organizaciones; a consultores, médicos, políticos, terapeutas… Todos los que ocupamos algún puesto de responsabilidad deberíamos situarnos ante este espejo del buen pastor: ¿somos buenos guías? ¿Trabajamos al servicio de los demás, pensando ante todo y solo en su bien? ¿O escondemos, a veces inconscientemente, intereses personales, un afán de autorrealización, de suplir nuestras propias carencias, alguna vanidad, ganancia económica, o prestigio social?

Las señales del buen guía son estas: primero, conducen a las personas a buenos pastos. Atienden a sus necesidades, buscan su bien aunque el camino hacia esas praderas no sea el más fácil ―a menudo es cuesta arriba―. Las llevan a fuentes tranquilas para reparar sus fuerzas: el buen guía no absorbe energías, no inquieta las mentes ni las domina. No “come el tarro”, como se dice coloquialmente. Da paz, da alimento bueno para el cuerpo y el alma. Hace crecer a los demás. Está lleno de humanidad.
Unge la cabeza de perfume y llena la copa: son imágenes propias de reyes. El rey es ungido y un copero lo sirve. El buen guía no tiraniza ni se sirve de la gente, sino que está a su servicio, como Jesús mostró con su gesto de lavar los pies a sus discípulos. El hijo del hombre no ha venido a que le sirvan, sino a servir y a dar su vida…

Y es fiel. Tu bondad y tu misericordia me acompañarán todos los días de mi vida. El buen líder no tira la toalla, no se cansa, no abandona a los suyos. Permanece, leal, firme, siempre amante, siempre comprensivo, siempre generoso.

Servir, hacer crecer, ser fiel: estas son características del buen pastor. Jesús reúne en sí todas ellas. Dejémonos guiar por él. Agradezcamos su compañía e imitémosle en nuestra vida diaria.

7 de julio de 2018

Esperando misericordia

Salmo 122


R/. Nuestros ojos están en el Señor,
esperando su misericordia


A ti levanto mis ojos,
a ti que habitas en el cielo.
Como están los ojos de los esclavos
fijos en las manos de sus señores. R/.

Como están los ojos de la esclava
fijos en las manos de su señora,
así están nuestros ojos
en el Señor, Dios nuestro,
esperando su misericordia. R/.

Misericordia, Señor, misericordia,
que estamos saciados de desprecios;
nuestra alma está saciada
del sarcasmo de los satisfechos,
del desprecio de los orgullosos. R/.



Este salmo de súplica es muy conocido. Lo hemos cantado, seguramente, muchas veces, y quizás hemos rezado con estas palabras: ¡Misericordia, Señor, misericordia! Cuando uno se siente abatido y abrumado por los problemas, cuando nos parece que ya no podemos más, gritamos al cielo. ¡Dios mío, ten compasión! ¡Ayúdanos!
Somos como el niño, llorando y aterido de frío, que corre a buscar el regazo cálido de su madre.
E igual que el niño, que necesita sentir la presencia materna cerca, cuando nos encontramos desamparados buscamos la mirada de Dios. Necesitamos sentirle cerca, necesitamos que nos mire. Necesitamos como el aire que respiramos su mirada amorosa, llena de compasión y comprensión. Una mirada que nos renueva y nos fortalece por dentro.
Quisiera centrarme ahora en la última estrofa. «Estamos saciados de desprecios… del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos». Todos hemos vivido algún momento, en nuestra vida, en que nos hemos sentido así. Nos duele el sarcasmo y la burla. Nos hiere el desprecio de quienes se sienten superiores a nosotros. Nos sentimos pisoteados, aplastados, reducidos a polvo cuando alguien nos atropella y nos falta al respeto. Cuando nos hace sentirnos poca cosa, o miserables. La moderna palabra ninguneados lo expresa muy bien. Para algunas personas, somos nadie.
Las heridas al yo son profundas. Porque nuestro yo, nuestra identidad, es el núcleo de nuestro ser. Y todos necesitamos sentirnos aceptados y respetados tal como somos, por ser así. Por desgracia, en nuestro mundo, muchas veces recibimos golpes. Comenzando por la familia, la escuela y nuestro entorno más cercano, y acabando en el mundo, en la sociedad, donde muchas personas ven ignorados o pisoteados sus derechos. Parados, desahuciados, sin techo, inmigrantes, refugiados, mujeres maltratadas o niños abandonados en su propio hogar… Todos ellos podrían entonar las palabras de este salmo. Quizás nosotros nos encontramos en alguna de estas situaciones.
El salmo nos invita a no desesperar. A mirar al cielo, aunque nos parezca desierto y vacío. A buscar la mirada de Dios. Él nos mira, no desde arriba. No desde su superioridad infinita, ni desde los cielos inabarcables. Él nos mira desde las profundidades, desde lo más hondo de nuestro ser. Él nos ve y nos sostiene, porque si no fuera por él, no existiríamos siquiera. En lo más oculto de nuestro corazón hay una fuerza inimaginable, una vida que viene de Dios. Y esa vida es amor puro, es aceptación, es misericordia, es gozo y es deseo de existir. Dentro de nosotros, en esa «morada», como diría santa Teresa, encontraremos la fuerza y la compasión que necesitamos. Y el empuje para salir adelante. Dentro de nosotros, en esa alma tan ignorada y desconocida que todos tenemos, encontraremos la mirada de Dios.

14 de junio de 2018

En mi Roca no existe la maldad


Salmo 91

Es bueno darte gracias, Señor.

Es bueno dar gracias al Señor y tocar para tu nombre, oh Altísimo, proclamar por la mañana tu misericordia y de noche tu fidelidad.

El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano; plantado en la casa del Señor, crecerá en los atrios de nuestro Dios.

En la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso, para proclamar que el Señor es justo, que en mi Roca no existe la maldad.


La bondad es un atributo de Dios que la literatura bíblica, especialmente en los salmos, quiere resaltar. Así mismo, Dios es justo y recompensa con paz, prosperidad y abundancia al hombre que sigue su justicia.

Bondad, justicia. Son dos valores que hoy echamos de menos y que a menudo están ausentes de la sociedad. El pueblo hebreo también ansiaba estos valores y clamaba al cielo por ellos. Su azarosa historia está marcada, como la historia de tantos otros pueblos, por periodos de violencia, de abusos de poder, de explotación del pobre.

Para el israelita devoto, la creencia en un Dios justo y bueno, que premia y defiende al hombre justo, era un puntal existencial. En la incerteza de la vida, al menos tenía una certeza, una seguridad, puesta en el Dios todopoderoso y magnánimo. Quien está con Dios posee todo su amor, toda su fuerza, toda su bondad, y prospera “como una palmera”, “como un cedro del Líbano”. “En la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso”.

Para el cristiano de hoy también es motivo de esperanza la fe en un Dios bueno, que siempre acaba haciendo justicia. Pero la experiencia nos muestra que muchas veces parece que la maldad es más poderosa, que la injusticia triunfa y que la bondad es impotente ante el poder del mal. Miramos a nuestro alrededor, escuchamos un noticiario o leemos la prensa y se nos cae el alma a los pies. ¿Cómo encontrar la paz y la esperanza, cuando nos faltan evidencias de que el bien triunfa?

Este verso del salmo es impresionante en su sencillez: “En mi Roca no existe la maldad”. Y debería hacernos pensar. Dios, que todo lo puede, que es más grande que el universo, que es más que todo aquello que podamos concebir… carece de maldad. Si Dios, que es el Todo, es bondad pura, ¿cómo no va a triunfar? En nuestra visión pequeñita y humana, limitada a nuestra vida y a nuestro entorno, quizás no sabemos verlo. Pero si elevamos la mirada, si sabemos ver la realidad desde la altura y en profundidad, con ojos de cielo, quizás nos daremos cuenta de que es cierto: la misericordia de Dios baña el mundo, aunque sea un mundo herido, llagado y gimiente bajo los dolores de un sangriento parto. Su bondad lo cubre y lo envuelve todo, incluso el mal.

Descansar en él nos apacigua y nos refuerza. Nos hace capaces de lo que creemos imposible. Nos revive. Y nos hace cantar, con gratitud: “¡Es bueno darte gracias, Señor!”

7 de junio de 2018

Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa


Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa.

 Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz: estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica.

Si llevas cuentas de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, y así infundes respeto.

 Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora. Aguarde Israel al Señor, como el centinela la aurora.

Porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y él redimirá a Israel de todos sus delitos.


Para muchas personas, religión es sinónimo de sentimiento de culpa. Se acusa al judaísmo y al cristianismo de fomentar un miedo y un desprecio de sí mismo que provoca neurosis y una caída de la autoestima.

Decía un padre jesuita que la consciencia del pecado es un don, pero de nada sirve reconocerse pecador si no es en oración, ante Dios. Por un lado, se necesita humildad y claridad interior para admitir que no somos perfectos y no solo eso, sino que a veces, deliberadamente, elegimos el camino equivocado. Hay una tendencia que nos inclina a ser egoístas y a buscar el reconocimiento, el aplauso, el engrandecimiento personal. Entre una autoestima equilibrada y la vanidad la línea es muy delgada…

El sentimiento que expresa este salmo no es neurótico ni amargado. El pecador no está desesperado porque sabe que, a la hora del juicio, Dios no será un castigador inclemente, sino el mejor abogado defensor. Tanto, que buscará mil y una formas para librarnos de las culpas. La esperanza en esa redención acrecienta la confianza y un sentido de liberación. Hay esclavitudes mucho peores que las materiales, y reconocerlas es el primer paso para liberarse.

Nuestra fuerza de voluntad es importante, pero no basta. ¡Cuántas veces nos hacemos buenos propósitos para volver a caer, una y otra vez, en el mismo defecto, en el mismo error! Hacemos el mal que no queremos y no hacemos el bien que querríamos, como bien dijo san Pablo. ¿Cómo superar esta limitación?

No funciona redoblar nuestro esfuerzo, sino aflojar la tensión interior y abrirnos al amor de Dios. ¿Qué nos salva? No será nuestra fuerza de voluntad, sino la compasión, la delicadeza, el amor desbordante de Dios. Su ternura es el mejor jabón, el mejor trapo y el mejor bálsamo para sanar nuestra alma sucia y herida. Él nos limpia y nos sana. Confiemos, ansiemos, pidamos este amor. Dios lo dispensa generosamente y solo espera nuestra súplica para dárnoslo en abundancia. No hay delito que no pueda borrar su amor. Con él, llegarán la alegría y la liberación.

1 de junio de 2018

Alzaré la copa de la salvación


Salmo 115

Alzaré la copa de la salvación invocando el nombre del Señor.
¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación invocando su nombre.
Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles.
Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas.
Te ofreceré un sacrificio de alabanza invocando tu nombre, Señor.
Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo.

Cuando experimentamos que somos profundamente amados, quizás hay una reacción previa incluso a la alegría y a la reciprocidad: la admiración. Y más aún cuando somos receptores de un amor grande e inmerecido como el de Dios. El salmista se asombra ante tanto don y se pregunta: ¿Cómo le pagaré al Señor todo lo que me ha hecho?

También nosotros podemos preguntarnos hoy: ¿cómo pagar a Dios lo que nos ha dado? Podemos sufrir, tener problemas o enfermedades. Pero el solo hecho de existir y de tener alguien a quien amar ya es tan grande que no se puede igualar a ningún regalo humano. ¿Cómo devolverlo?

La siguiente frase impresiona: Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles. Casi podemos imaginar a Dios llorando y doliéndose cuando muere una persona buena, alguien que le fue fiel. El salmo nos muestra ese rostro del Dios compasivo que ama a sus criaturas como una madre; le duele el sufrimiento y la muerte de cada una de ellas.

¿Cómo no confiar en un Dios así? A un Dios tonante, juez y terrible, podemos temerlo, aunque creamos en él, pero en ese miedo siempre habrá un resquicio de desconfianza y de sumisión. En cambio, el salmo continúa hablándonos de dos conceptos aparentemente opuestos: la servidumbre y la liberación. El poeta se confiesa siervo del Señor, alguien obediente a él, cumplidor de sus votos. Al mismo tiempo, declara que Dios ha roto sus cadenas. ¿No será que en la obediencia a Dios reside nuestra libertad?

¿Cómo entenderlo? Esta aparente paradoja puede comprenderse si profundizamos en qué significa obedecer a Dios, qué implica, y qué son esas cadenas.

El plan de Dios para nosotros es una vida en plenitud, una vida libre, que nos permita florecer y desarrollar todos nuestros talentos y aspiraciones. Obedecerle no es otra cosa que dejar que ese hermoso plan se cumpla, confiando en su ley. Una ley que, desde los orígenes de la cultura hebrea, nos muestra bondad, benevolencia, atención a los más débiles, magnanimidad. Jesús dirá que toda la ley se resume en amar, a Dios y a los demás. ¿Puede ser opresora una ley así, cuando los seres humanos estamos hechos para el amor?

La noción de esclavitud, en la Biblia, está vinculada a la de maldad y pecado. Jesús, cuando curaba, perdonaba los pecados. El concepto de pecado, además de ser una ofensa a Dios, es el de un daño que esclaviza a la persona, que la impide desarrollarse plenamente y ser libre, entera, feliz. Quien ama se realiza y se libera. Por tanto, quien cumple esta ley divina del amor, rompe sus cadenas y puede cantar la oración más bella. Y este es el sacrificio más agradable a Dios: la alabanza de un corazón gozoso que ha sintonizado con su amor.

Piedad, oh Dios, hemos pecado