28 de abril de 2017

Me enseñarás el sendero de la vida

Salmo 15

Señor, me enseñarás el sendero de la vida.
Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; yo digo al Señor: «Tú eres mi bien». El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano.
Bendeciré al Señor que me aconseja; hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena: porque no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.

La vida es un sendero… ¿hacia dónde? El destino de esta senda es el interrogante que se nos plantea una y otra vez. ¿Qué sentido tiene nuestra existencia? El sentido va íntimamente ligado al destino y este salmo nos da unas respuestas: El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano. Es una manera poética de decir: Dios es mi destino. En él está el sentido de nuestra vida, y también su finalidad.

¿Para qué existimos? Pensar que nuestra vida mortal acaba en una nada espantosa nos lleva al absurdo. ¿Para qué tanta vida, tanto sufrir y tantos gozos efímeros, si al final todo acaba en el vacío? De nuevo la intuición del salmista, que es una intuición inscrita en los genes de la humanidad, nos habla de algo que sobrepasa nuestra mente: una vida eterna.

Dios no nos ha creado para que seamos pasto de la destrucción. No me entregarás a la muerte, dice el verso. Ni a la corrupción. Nos está hablando de una vida distinta, transformada, resucitada. Esa vida que Jesús mostró a sus discípulos cuando se les apareció, ya resucitado. Una vida que es más que inmortalidad del alma: es vida corporal, física, material.

Es asombroso cómo la intuición de los salmistas, mucho antes de Cristo, previó esta vida resucitada, en cuerpo y alma. Se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena…  Qué diferente es vivir creyendo que con la muerte todo acaba a creer que un día volveremos a abrazar a los seres queridos, con brazos y cuerpo reales. No son pocos los teólogos que señalan que el cristianismo es la religión de la carne y de la sangre, la que no demoniza el cuerpo, al contrario. Es la fe de la gloria de la carne, la que supera la muerte más dolorosa. Y esta gloria la alcanzaremos amando y creyendo en el Dios que nos ha creado por amor y nos llama a gozar de su amor, de su alegría perpetua a su derecha.

Este es el sendero de la vida, el que Jesús, un atardecer de primavera, mostró a los discípulos de Emaús, alumbrando su desesperanza desde la palabra, llenándoles el corazón con su presencia, alimentando la alegría con su pan.

22 de abril de 2017

Dad gracias al Señor porque es bueno

Salmo 117

Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Que lo diga la casa de Israel: eterna es su misericordia
Que lo diga la casa de Aarón: eterna es su misericordia.
Que lo digan los fieles del Señor: eterna es su misericordia.
Empujaban y empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó;
El Señor es mi fuerza y mi energía, él es mi salvación.
Escuchad: hay cantos de victoria en las tiendas de los justos.
La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente.
Éste es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo.


Continuamos cantando el salmo 117, un poema que nos habla de resurrección, de vida y de plenitud. Meditar sobre la pasión de Jesús nos lleva inevitablemente a pensar en nuestros propios dolores y sufrimientos. Es en estos momentos cuando confiar en Dios se convierte en el báculo y el sostén que nos permite seguir más allá de nuestras propias fuerzas.

El salmo habla de los justos: en sus tiendas habrá cantos de victoria, como en el campamento de un ejército victorioso. ¿Quiénes son los justos? ¿Qué batalla acaban de librar? Los justos, en el lenguaje bíblico, son aquellos que reconocen su verdad humana, hermosa pero limitada, y la presencia amorosa de Dios, que nos ha hecho y nos sostiene. La batalla se libra cada día: contra el desánimo, la duda, el cansancio y el egoísmo. La guerra es a brazo partido contra la tristeza, el miedo y la desconfianza. Nuestras fuerzas humanas son muy flacas para hacer frente a estos enemigos, siempre al acecho. Pero contamos con un aliado poderoso que solo espera una mirada nuestra, un gesto, un resquicio de corazón abierto, para combatir a nuestro lado y darnos la victoria.

Y es una victoria gozosa, en la que nosotros apenas hemos puesto más que un alma confiada. Para Dios, esto ya es mucho, él hace el resto.

El evangelio de hoy nos habla de la felicidad de aquellos que llegan a creer sin ver. La fe es un acto de valor, pues nos habla de confiar y creer aún sin tener pruebas palpables. La fe no se da en plena luz, sino cuando todavía la penumbra nos envuelve y los enemigos empujan y empujan para abatirnos, como dice el salmo. La luz llegará después.

También nos habla el evangelio de la incredulidad. Parece que la posición incrédula sea hoy la más valorada, la más inteligente, la propia de gente sensata, razonable, que piensa. Los crédulos son la gente simple y emocionalmente frágil, que necesita «agarrarse a un clavo ardiendo», como se suele decir. Quizás los creyentes somos esas piedras que los arquitectos y muchos intelectuales de nuestra sociedad desechan o miran con desdén. ¡Pobres ilusos! Pero hay un salto entre simple credulidad y fe.
A los ojos de Dios, todo cambia: «La piedra desechada pasa a ser piedra angular». También Jesús fue piedra rehusada en su tiempo, acusado de farsante, crucificado como un malhechor. Y hoy sigue siéndolo. ¡Cuántas acusaciones, interpretaciones sesgadas, falsas imágenes y atributos distorsionados recibe su persona!

Pero, ¿qué hace Dios con esa piedra vapuleada?

Jesús resucitó. Rompe esquemas y barreras, hasta el muro más infranqueable, el de la muerte. Comienza una nueva vida, plena y duradera. Nosotros tampoco quedaremos olvidados. La compasión de Dios y su amor entrañable duran para siempre, y estamos muy presentes en su corazón.  

Piedad, oh Dios, hemos pecado