30 de noviembre de 2013

Qué alegría cuando me dijeron...

Salmo 121

Qué alegría cuando me dijeron: ¡vamos a la casa del Señor!
Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén.

Jerusalén, ciudad bien construida, conjunto armonioso, allí suben las tribus, las tribus del Señor, a cumplir la alianza de Israel, a alabar el nombre del Señor.

Allí están los tribunales de justicia, los tribunales del palacio de David. Auguran la paz a Jerusalén: Que vivan seguros los que te aman y que sea inquebrantable la paz en tus muros, la quietud en tus almenas.

Por amor de mis hermanos y amigos, dejadme decir: ¡Que haya paz dentro de ti! Por la casa del Señor, nuestro Dios, te deseo la felicidad.


Este salmo, que solemos cantar en una conocida canción, nos habla de tres cualidades inseparables de la fe del creyente: la alegría, la justicia, la paz.

El Papa Francisco acaba de publicar su exhortación apostólica La alegría del evangelio. En ella se nos invita a redescubrir la alegría de creer, y a reencontrarnos de nuevo con Cristo, que es la fuente de nuestro gozo y de nuestra paz. Todo el documento rezuma esa alegría que también desprenden los versos de este salmo. ¿Cómo es posible ser cristiano coherente sin ser alegre? Santa Teresa decía: un santo triste es un triste santo. Podríamos decir lo mismo de cualquier cristiano…

Alegría: es más que un sentimiento, es una actitud profunda que brota de la gratitud. ¿De dónde le viene la alegría de Israel? De su pacto, su alianza con Dios. ¿Con quién mejor se puede hacer un pacto, que con Dios? ¡El hombre siempre sale ganando! Porque en ese pacto, es Dios quien se compromete, y él es fiel. Su amor dura por siempre, cantan otros salmo. Jamás nos dejará, no estamos solos, ¡somos amados! De ahí brota, también, la alegría del cristiano. Si Dios selló un pacto con Israel en tiempos antiguos, con Jesús su pacto se ha extendido a toda la humanidad. Y es este: él está con nosotros, ahora y siempre.

La justicia es otro pilar de la fe de Israel, y también de la fe cristiana. ¿Qué hemos de entender por justicia? No la ley humana, cambiante y a veces injusta, sino la de Dios. Y la ley de Dios, nos recuerda san Pablo, es el amor, incondicional, imperecedero y haci toda criatura. Su justicia es amor para todos, misericordia, reconciliación.

Saberse profundamente amado, sentir y reconocer ese amor entrañable de Dios, es fuente de paz. ¿Dónde buscar la paz, tan ansiada hoy y siempre, y tan difícil de conseguir? En Dios, en su amor. No hay paz más auténtica que la del niño en brazos de su madre. Nosotros, todos, somos pequeñuelos en brazos de Dios. Mecidos en su seno infinito, en él vivimos, nos movemos y existimos.

Busquemos, en este Adviento, un tiempo diario de silencio para dejarnos mecer por Dios y reencontrar la alegría de sabernos amados por él. Que nuestros labios puedan entonar con sinceridad los versos exultantes de este salmo.

22 de noviembre de 2013

Qué alegría cuando me dijeron...

Salmo 121

¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!
Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén.
Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia, en el palacio de David.


Las palabras de este salmo nos resultan muy familiares, pues son un cántico muy conocido que tradicionalmente ha resonado en nuestras iglesias.

Es un salmo de alegría y de triunfo, que nos habla de un lugar, Jerusalén, como casa del Señor. Nos habla de justicia y, en el resto del salmo que no se lee, se habla también de la paz deseada para que reine en la ciudad y entre las gentes.

Estamos celebrando la fiesta de Cristo Rey, que se nos revela como único templo, único sacerdote, la persona que une cielo y tierra y que nos muestra el rostro de Dios. El Nuevo Testamento recoge mucho del Antiguo: el deseo de paz, de justicia, de plenitud del pueblo judío. Recoge la tradición y la veneración del pueblo hacia el templo, hacia la ciudad santa —Jerusalén significa, literalmente, la ciudad de la paz—. Todos estos anhelos se ven respondidos con la llegada de Jesús, aunque no como muchos lo esperaban. Jesús supera la identificación de Dios con un lugar, un edificio o una ciudad. Sin dejar de encarnarse, Dios apunta hacia otra Jerusalén, la Jerusalén celestial, comunidad formada por todos los que creen.

Así, cuando entonamos este cántico, estamos cantando la grandeza de nuestro Dios, Amor que desciende al mundo y nos busca. Cantamos también su justicia. Una justicia que, recordémoslo siempre, nada tiene que ver con las leyes humanas ni con nuestra mentalidad retributiva. La justicia de Dios es magnanimidad, misericordia, plenitud, gozo, don gratuito. Dios nos otorga la paz y su abundancia de bienes, no porque lo merezcamos o nos hayamos esforzado mucho, sino porque él es así: generoso sin límites, amante de sus criaturas y bueno.

¿Cómo no cantar alegres y bendecir su nombre, habiendo recibido tanto?


16 de noviembre de 2013

El Señor llega

Salmo 97

El Señor llega para regir los pueblos con rectitud.

Tañed la cítara para el Señor, suenen los instrumentos; con clarines y al son de trompetas aclamad al Rey y Señor.

Retumbe el mar y todo cuanto contiene, la tierra y cuantos la habitan; aplaudan los ríos, aclamen los montes al Señor, que llega para regir la tierra.

Regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud.

Los versos de este salmo nos hablan de un Dios poderoso, glorioso, de un rey que gobierna el universo entero. Toda la Creación se rinde ante él y lo aclama. Con imágenes de vigorosa belleza, el salmista nos muestra un mar rugiente que con su oleaje también alaba al Creador, un monte que aclama a su Señor, un río que canta su majestad.

La ciencia, en su avance, nos muestra que existen unas leyes físicas que rigen el mundo de la materia y la energía. Creer en la existencia de un ser superior que todo lo ha creado es una opción de fe, pero muchos pensadores son los que apuntan que, tras el orden y la asombrosa precisión de las leyes naturales, se atisba la inteligencia y el amor del Creador. De la misma manera que el genio de un artista se refleja en su obra, en la belleza prodigiosa del universo y en sus leyes también se manifiesta la grandeza de quien lo creó.

En el último verso leemos: «regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud». Tras estas palabras, vemos cómo el pueblo judío reconoce la existencia de una ley, previa a la existencia humana, que todo lo rige. Es una ley que trasciende el mundo natural: la ley de Dios, que es amor y donación pura.

En su consagración del templo de la Sagrada Familia, el Papa habló de cómo Gaudí había aunado la naturaleza y la revelación de Dios. Las piedras del templo recogen la maravilla del mundo creado y a la vez apuntan a una vida eterna que trasciende la materia, intentando plasmar la fuerza del espíritu. Naturaleza y divinidad se hermanan en este templo. Dios es la medida del hombre, nos dice el Papa. Un Dios cuya gloria es la plenitud de su criatura, un Dios cercano y amigo, Señor de la belleza y fuente de la belleza misma.

En un mundo convulso, y entre lecturas de talante apocalíptico como las que leemos este domingo, es fácil caer en el escepticismo y la incredulidad, incluso en la indignación. ¿Dónde está ese rey justo, dónde está Dios, en medio de las calamidades que vemos y vivimos? Estas lecturas no nos quieren hundir en la desesperación, sino elevarnos la vista. Hay una realidad más profunda, quizás no tan evidente, pero cierta, que todo lo sostiene y que nos mantiene vivos. No perdamos nunca la esperanza en Dios, el único que no falla, el único que no se agota ni nos abandona. Él es más grande que todo el mal del mundo. Todo lo contiene y todo lo sustenta. Tampoco nos dejará huérfanos. Sepamos abrirnos a la trascendencia y acoger su amor.

9 de noviembre de 2013

Al despertar me saciaré de tu semblante

Salmo 16

Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.

Escucha, Señor, mi justa demanda, atiende a mi clamor; presta oído a mi plegaria, porque en mis labios no hay falsedad.

Tú me harás justicia, porque tus ojos ven lo que es recto: si examinas mi corazón y me visitas por las noches, si me pruebas al fuego, no encontrarás malicia en mí.

Mi boca no se excedió ante los malos tratos de los hombres; yo obedecí fielmente a tu palabra, y mis pies se mantuvieron firmes en los caminos señalados: ¡mis pasos nunca se apartaron de tus huellas!

Yo te invoco, Dios mío, porque tú me respondes: inclina tu oído hacia mí y escucha mis palabras. Muestra las maravillas de tu gracia, tú que salvas de los agresores a los que buscan refugio a tu derecha.

Protégeme como a la niña de tus ojos; escóndeme a la sombra de tus alas de los malvados que me acosan, del enemigo mortal que me rodea.

Se han encerrado en su obstinación, hablan con arrogancia en los labios; sus pasos ya me tienen cercado, se preparan para derribarme por tierra, como un león ávido de presa, como un cachorro agazapado en su guarida.

Levántate, Señor, enfréntalo, doblégalo; líbrame de los malvados con tu espada, y con tu mano, Señor, sálvame de los hombres: de los mortales que lo tienen todo en esta vida.

Llénales el vientre con tus riquezas; que sus hijos también queden hartos y dejen el resto para los más pequeños. Pero yo, por tu justicia, contemplaré tu rostro, y al despertar, me saciaré de tu presencia.


Este salmo, compuesto por David en un momento de aprieto y soledad, puede retratar muy bien cómo nos sentimos cuando nos vemos injustamente atacados, acosados y escarnecidos.

En la vida conocemos situaciones así. Creemos haber obrado bien, nos esforzamos por ser justos y por ayudar a los demás. Nuestro corazón está lleno de buena intención, aunque a veces nos equivocamos. Sabemos, como dice el salmo, que no hay malicia en nosotros.

Y, sin embargo, cuando fallamos, el mundo nos juzga sin piedad y muchas personas se levantarán contra nosotros, criticándonos con saña. La tristeza y la ira nos invaden y es fácil que, llevados de una justa indignación, podamos cometer aún mayores equivocaciones. ¿Qué hacer?

El salmo nos muestra el camino: rezar. Desprenderse de todo amor propio. Poner ese dolor en manos de Dios: el dolor de saberse injustamente acosado, calumniado y despreciado. Es ahora cuando más cerca nos encontramos de Jesús clavado en cruz. Si él, que fue santo y justo, recibió tal muerte, ¿cómo nosotros, que no somos tan buenos y fallamos continuamente, no vamos a recibir golpes e incomprensiones? Decía santa Teresa que es entonces, cuando somos injustamente atacados, cuando deberíamos alegrarnos, porque estamos compartiendo los sufrimientos y la cruz de nuestro Señor. Recordemos las bienaventuranzas que leímos el pasado domingo. Compartir la corona de espinas con nuestro Rey, ¿no ha de ser una carga dulce que aceptaremos soportar con amor?

Jesús se abandonó en brazos del Padre. Así, el salmista busca el refugio de Dios, protégeme a la sombra de tus alas. Y Dios nos ayudará y nos dará fuerzas. También hará resucitar nuestro espíritu vapuleado, si sabemos confiar en él y no ceder a la tentación de devolver mal por mal.

El salmo acaba con unos versos que debieran hacernos pensar: Llénales el vientre con tus riquezas; que sus hijos también queden hartos y dejen el resto para los más pequeños. Pero yo, por tu justicia, contemplaré tu rostro, y al despertar, me saciaré de tu presencia.



Es un decir: Señor, llénales de riqueza, dales lo que quieren… ¡es una oración por el propio enemigo! Que obtengan lo que persiguen. Incluso, que me arrebaten mis bienes, si es eso lo que ambicionan. Porque la mayor riqueza a la que yo puedo aspirar no es la gloria, ni el poder ni el oro. Aquello que sacia mi alma eres Tú. Cuántas peleas se dan en el mundo por esos falsos tesoros. Dejemos que corran tras ellos quienes, ciegos, no quieren ver más. Mi tesoro, mi riqueza, mi bien, está en Ti. Y sólo Tú bastas.

2 de noviembre de 2013

Bendeciré tu nombre

Salmo 144

Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.

Te ensalzaré, Dios mío, mi rey; bendeciré tu nombre por siempre jamás.
Día tras día te bendeciré y alabaré tu nombre por siempre jamás.

El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas.

Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles, que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas.

El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones. El Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan.


Es asombroso comprobar cómo la sensibilidad de los salmistas nos dibuja la imagen de Dios que nos revela Jesús. En los evangelios encontramos eco de muchos salmos, que Jesús conocía y solía recitar; y en los salmos hallamos verdaderas joyas de sabiduría que nos muestran cómo es Dios.

La piedad, tantas veces mal entendida, es una cualidad de ese amor entrañable de Dios. Es la virtud del estar atento, velando, cuidando, apoyando y dando ánimo. Es la actitud de sostener al que va a caer, de enderezar al que se dobla. Dios no espera que nos equivoquemos y pequemos para castigarnos. Al contrario, nos sostiene y nos ayuda a caminar erguidos. La piedad jamás se ensaña contra el débil. Si la justicia de Dios tiene un nombre, ése es el de la bondad.

Lejos de esa imagen tremenda, poderosa, lejana y aterradora, la imagen del Dios tirano del que hay que deshacerse para ser libre, según las filosofías de la sospecha, este salmo nos muestra  un Dios cariñoso, próximo, como un padre bueno. “Lento a la cólera y rico en piedad”, ¡cómo deberíamos imitar los hombres esta cualidad de Dios! A veces queremos ser tan justicieros, nos sentimos tan indignados ante la realidad del mal, que olvidamos que Dios, antes que juez, es nuestro defensor. Defensor de todos, incluso de los más pecadores.

Como el Papa Benedicto recordaba a menudo, acercarse a Dios, fiarse de él, confiar nuestra vida en sus manos, no nos recorta, ni nos anula, ni coarta nuestra libertad. Al contrario, arrimarse a Dios nos hace crecer y alcanzar toda nuestra plenitud humana y espiritual. Caminar a su vera nos llevará mucho más lejos de lo que nuestras fuerzas podrían soportar. Y nos maravillaremos, día tras día, de su bondad espléndida y su exquisito cuidado hacia nosotros, sus criaturas. Sus hijos. De la consciencia de sentirse tan amado, brotarán versos en los labios, como los de este salmo.

Piedad, oh Dios, hemos pecado