19 de julio de 2013

Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?

Salmo 14

Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?
El que procede honradamente y practica la justicia, el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua.
El que no hace mal a su prójimo ni difama al vecino, el que considera despreciable al impío y honra a los que temen al Señor.
El que no presta dinero a usura ni acepta soborno contra el inocente. El que así obra nunca fallará.

Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda? Esta frase tiene como telón de fondo la peregrinación de Israel en el desierto y su alianza con Dios, sellada mediante el cumplimiento de la Ley. Hospedarse en la tienda de Dios es entrar en su casa, alojarse en su corazón. La pregunta, ¿quién puede…? Expresa el deseo de vivir en su presencia y gozar de su protección y amor.

En la mentalidad de los antiguos israelitas no todos podían acceder al recinto sagrado donde habitaba Dios. Hacía falta estar puros, es decir, consagrados, dedicados a él. Y esta pureza se conseguía, entre otras cosas, cumpliendo los mandamientos.

En el salmo que leemos hoy se recogen varios preceptos que nos recuerdan el Decálogo, pues forman parte de la Ley de Moisés. Nos hablan de actuar con honestidad, de ser justos, de no mentir, no calumniar, no robar ni prestar con usura. Nos exhortan a no hacer mal al prójimo y a temer al Señor. Se desprende de estos preceptos una moral muy clara, que nos hace reflexionar sobre muchas situaciones que estamos viviendo hoy. ¡Cuánto cambiarían las cosas si todos respetáramos estas leyes! Ahora que estamos en plena crisis y vemos la degradación en que caen algunos jueces, la corrupción de los políticos y los abusos que cometen los bancos, los mandatos de practicar la justicia, no prestar con usura y no aceptar sobornos nos interpelan.

Decía C. S. Lewis que es curioso —y triste— que el sistema económico de nuestra sociedad occidental se apoye justamente en una práctica que las tres grandes religiones monoteístas condenaron: el préstamo con intereses. Esta observación da qué pensar y nos lleva a un imperativo ético: trabajar, con todas nuestras fuerzas, para contrarrestar la avaricia, la injusticia y la iniquidad que parecen mover el mundo. Y procurar no dejarse llevar por estas tendencias, en nuestro ámbito personal e incluso más privado. Porque tal vez no estamos robando ni prestando con usura, pero... ¿Cuánta injusticia cometemos cuando juzgamos y difamamos a alguien que no nos cae bien o nos fastidia? ¿Cuánto daño infligimos con nuestra arma más letal, nuestra lengua calumniadora y criticona? ¿Cuánto robamos a aquel a quien no le concedemos un tiempo para escucharle, ayudarle, animarle? ¿Cuánto tiempo le robamos a Dios, cuando no sabemos encontrar ni unos minutos para él? ¿Cuánto tiempo le robamos a nuestros seres queridos, cuando preferimos distraernos con el trabajo, o con cualquier cosa, antes que pasar unas horas con ellos?


Pensemos, muy despacio, cada día, cómo estamos cumpliendo y cómo fallamos a estos mandatos tan sencillos, tan elementales pero tan hondos. Y qué podemos cambiar para mejorarnos a nosotros mismos y a los demás. Si nos esforzamos por hacer el bien, con corazón sincero, la tienda del Señor se nos abrirá de par en par y encontraremos la paz.

13 de julio de 2013

Buscad al Señor y revivirá vuestro corazón

Salmo 68

Mi oración sube hasta ti, Señor, en el momento favorable: respóndeme, Dios mío, por tu gran amor, sálvame, por tu fidelidad. 
Respóndeme, Señor, por tu bondad y tu amor, por tu gran compasión vuélvete a mí.

Yo soy un pobre desdichado, Dios mío, que tu ayuda me proteja:
así alabaré con cantos el nombre de Dios, y proclamaré su grandeza dando gracias.


Que lo vean los humildes y se alegren, que vivan los que buscan al Señor:
porque el Señor escucha a los pobres y no desprecia a sus cautivos. 


El Señor salvará a Sión y volverá a edificar las ciudades de Judá. El linaje de sus servidores la tendrá como herencia, y los que aman su nombre morarán en ella.


Somos pequeños y Dios es grande. ¡Otra afirmación que va tan en contra de la filosofía imperante hoy en el mundo! Con el pretexto de sacudirse de encima los yugos que imponían la Iglesia, la moral, la religión, el hombre moderno se ha agigantado y ha derribado de su pedestal algunos de los principios que sostenían la fe. Entre ellos, ese tan mal entendido y peor explicado: el “temor de Dios”.

Afirman algunos teólogos hoy que el temor de Dios no es pánico ante un Señor terrible y vengador, ni sumisión servil ante un Dios autoritario. Quien teme así, es porque en el fondo se siente esclavo, sometido, y también rebelde. Cuando pueda, intentará escapar de esa dominación y alejarse. Su relación con Dios está basada en el miedo y los intereses, y esto jamás podrá ser la relación de padre-hijo, el vínculo de amor, libre y apasionado, que Dios desea establecer con nosotros.

El temor de Dios es justamente lo contrario: es amarle tanto, que el único miedo es alejarse de él y dejar que otros ídolos ocupen nuestro corazón. El temor de Dios es reconocer su grandeza y también su amor, tal como es, infinito y desbordante, y dejarse amar por él.

Para llegar a esta actitud hace falta ser humilde. Humilde que no es otra cosa que reconocer lo que uno es, con sus miserias y sus anhelos; con sus enormes potenciales y sus dolorosos límites. El salmo canta que los humildes se alegrarán y revivirán. Lejos de arrastrar una existencia gris y triste, su vida será plena y llena de gozo. ¿Quién dijo que la humildad llevaba a la esclavitud y a una vida anodina? La humildad lleva a la auténtica alegría. Y esto, que puede sonar a paradoja, a contradicción, incluso a absurdo para nuestro mundo de hoy, es una verdad que han vivido y transmitido miles de personas a lo largo de la historia. Salmistas, profetas, santos celebrados en los altares y santos desconocidos; santos de la vida ordinaria que han demostrado, con su existencia, que quien se arrodilla ante Dios se levanta como ser humano, fortalecido, libre, valiente, rebosante de vida y de un gozo interior que nada ni nadie puede apagar.

6 de julio de 2013

Aclama al Señor, tierra entera


Aclamad al Señor, tierra entera; tocad en honor de su nombre; cantad himnos a su gloria; decid a Dios: "¡Qué temibles son tus obras!"

Que se postre ante ti la tierra entera, que toquen en tu honor, que toquen para tu nombre. Venid a ver las obras de Dios, sus temibles proezas en favor de los hombres.

Transformó el mar en tierra firme, a pie atravesaron el río. Alegrémonos con Dios, que con su poder gobierna eternamente.

Fieles de Dios, venid a escuchar, os contaré lo que ha hecho conmigo. Bendito sea Dios, que no rechazó mi súplica, ni me retiró su favor.


Se dice que la admiración despertó en el hombre el sentimiento religioso y también la inquietud filosófica. Ante la contemplación del mundo circundante, de la naturaleza grandiosa, de la fuerza indomable de los elementos, el ser humano se siente pequeño y a la vez espoleado por un íntimo afán: saber más, conocer más, desentrañar el misterio que late tras el tapiz del mundo visible.

Los salmos, como este que leemos hoy, expresan con múltiples imágenes este sentimiento de arrobo y admiración. Pero, más allá de la naturaleza y el mundo tangible, el hombre religioso adivina otra realidad trascendente. Para el hebreo, el mundo es admirable, pero mucho más lo es Dios, que lo ha creado. En la religión judía, y también en la cristiana, hay una clara distinción entre Creador y criatura; no se diviniza la naturaleza, sino a Aquel que la ha hecho. El creyente adora al divino autor, no a su obra.

Aún y así, la belleza de la obra siempre es un puente tendido que nos acerca al Creador. Esta belleza no siempre es idílica, ni causa siempre sensaciones necesariamente plácidas. Ante el espectáculo del universo, el ánimo sensible se ve sacudido por una mezcla de asombro e incluso de espanto: «¡Qué temibles son tus obras!». En esta exclamación se percibe, de manera simple y honda, la limitación humana y su incapacidad para dominar las fuerzas naturales. El hombre puede controlar sus propias obras, pero nunca podrá controlar enteramente la obra de Dios.

Tras constatar esto, el salmista desciende a tierra y enfoca su atención, no ya en el mundo, sino en sí mismo. Dios no sólo ha hecho maravillas en el cosmos, sino en ese pequeño y a la vez inmenso universo que es cada persona. Existir, ser engendrados y nacer con un alma prendida en nuestro barro humano ya es un milagro. Pero si cada uno de nosotros deja, además, que Dios vaya modelando nuestra vida, iluminando nuestro recorrido vital; si dejamos que él penetre nuestro corazón y guíe nuestros pasos, entonces el asombro exultante y la gratitud serán mucho mayores. Porque nuestro gran artista Dios no desea otra cosa que hacer de nuestras vidas un caudal incesante de amor y belleza.

Piedad, oh Dios, hemos pecado