28 de diciembre de 2013

Dichosos los que temen al Señor

Salmo 127

Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien.
Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa;
tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa.
Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida.
Que veas a los hijos de tus hijos. ¡Paz a Israel!

En la fiesta de la Sagrada Familia encontramos este salmo de alabanza. Hay en él una loanza doble: a Dios, que reparte sus bendiciones y que vela por nosotros «todos los días de nuestra vida», y al justo que sigue los caminos del Señor. A través de imágenes sencillas y expresivas, el salmista nos muestra qué dones recibe el que «teme al Señor»: son aquellos que todo hombre de aquella época podría considerar los mayores bienes: una esposa fecunda, un hogar próspero, hijos sanos y hermosos, salud y una descendencia numerosa. Hoy, sigue siendo el sueño de muchísimas personas: formar una familia, gozar de bienestar económico y vivir una vida larga y pacífica junto a los seres queridos.

Pero, ¿quién puede conseguir esta felicidad? ¿Quién es el que teme al Señor y sigue sus caminos? En lenguaje de hoy no podemos comprender que haya que tener miedo de un Dios que es amor. Pero esa falta de temor tampoco nos ha de llevar al olvido y al descuido. Dios nos ama, pero también nos enseña. Nos muestra, a través de la Iglesia y especialmente a través de su Hijo, Jesús, cuál es el camino para alcanzar una vida digna, llena de bondad. Lo que hemos de temer es olvidarnos de él, ignorarlo, vivir a sus espaldas. ¡Ay de nosotros si apartamos a Dios de nuestra vida! Perderemos el referente ético, caeremos en la oscuridad y el desconcierto, comenzaremos a vagar a la deriva. Perderemos la paz, la armonía familiar y hasta los bienes materiales, tarde o temprano.

Los antiguos ya indagaron sobre qué debía hacer el hombre que buscaba una vida sana, dichosa y en paz. Los filósofos clásicos llegaron a la conclusión de que se podía alcanzar mediante la honradez y la práctica de las virtudes. También los israelitas creían que mediante el culto a Dios y el cumplimiento de sus mandatos, que no dejan de ser prácticas cívicas y virtuosas, podrían alcanzarla. Los cristianos, hoy, tenemos un camino aún más claro y directo: Jesús. Ya no se trata de aprender doctrinas o de leer muchos libros, sino de conocer, amar e imitar al que amó generosamente, hasta el extremo, y aprender a amar como él lo hizo. Ese es nuestro auténtico camino.


Por eso este salmo, además de alabanza, es un recordatorio. Dios cuida de nosotros siempre, cada día que pasa. Y nos muestra el camino hacia la «vida buena», la que todos anhelamos en lo más profundo de nuestro ser, la que merece ser vivida. Es un camino que pasa por dejar de ser el centro de nosotros mismos y entregarse a los demás.

21 de diciembre de 2013

Va a entrar el Señor, rey de la gloria

Salmo 23

Va a entrar el Señor, él es el Rey de la gloria.

Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos.

¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos.

Ése recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob.


El universo en su esplendor nos habla a gritos de un Dios Creador. Lo que para muchos es fruto del azar, o de la necesidad, o simplemente una única realidad que se autocrea y se despliega en múltiples formas, para el creyente es obra de un Dios cuya grandeza trasciende la realidad física visible.

Desde siempre el ser humano ha tendido a la trascendencia. Lo prueban las innumerables manifestaciones religiosas de todas las culturas del mundo. El ateísmo es un fenómeno muy reciente en la historia de la humanidad, pero ni siquiera los regímenes que han querido barrer a Dios del mundo han podido eliminar la sed de trascendencia de las personas. El espíritu humano tiene una dimensión infinita que solo puede saciarse en Alguien mucho mayor que él.

Ahora bien, en el camino de búsqueda puede haber muchas ilusiones, engaños e incluso trampas. A veces es la misma persona, su afán o sus intereses, quien se pone obstáculos para llegar a esa plenitud que, en el fondo, anhela. ¿Quién subirá al monte santo?, se pregunta el salmista. El monte santo representa el lugar sagrado, el momento de encuentro entre Dios y su criatura. ¿Quién logrará esa unión íntima con Dios? Y el mismo salmista responde: “el hombre de manos inocentes y de puro corazón”. El hombre que, como Jesús señaló a Nicodemo, vuelve a nacer y se vuelve puro como un niño.

Estamos a las puertas de Navidad, la fiesta que nos habla de un Dios inmenso que se hace bebé. ¿Cómo entender este misterio, si no es limpiando el alma y recuperando esa sencillez, esa transparencia, propia de los niños? Pero tampoco se trata de volvernos infantiles y crédulos, faltos de criterio propio o tontamente ingenuos. La infancia espiritual de la que tan bien hablan algunos santos es otra cosa. Es esa pureza de corazón que sólo da el amar mucho, el entregarse sin límites, el confiar a toda costa, el abrir de par en par las puertas del alma. Si Dios, que es grande, se hace niño… ¿tanto nos costará a los humanos apearnos un poco del orgullo y ser humildes?


Desde la humildad veremos la grandeza de lo pequeño y lo sencillo, lo puro y lo transparente. Apenas demos los primeros pasos experimentaremos bendiciones. Porque Dios siempre está aguardando para salir a nuestro camino y colmarnos de bienes.  

14 de diciembre de 2013

El Señor mantiene su fidelidad

Salmo 145

Ven, Señor, a salvarnos
El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos.
El Señor libera a los cautivos.
El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el  Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.
Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.


Salmo de súplica y alabanza a la vez, este cántico nos muestra por un lado cómo es Dios y, por otro, cómo podemos llegar a ser los humanos.

Para muchos descreídos, no es más que una oración de consuelo para quienes sufren. El canto de un pueblo tantas veces sometido resuena como eco en las vidas maltratadas por la desgracia, el hambre, la pérdida o los daños provocados por otros. El ateísmo ve en la fe un opio, una droga dulce que amansa a los oprimidos y los hace resignarse en su desgracia, con la esperanza vana de un Dios que vendrá a rescatarlos y a solucionar sus problemas.

Pero la fe no es una pastilla, un consuelo o una certeza barata. En la Biblia, la fe es, antes que nada, la fidelidad de Dios. ¿Por qué el hombre puede confiar? Porque Dios es fiel y no falla. A partir de aquí, el hombre puede responder o no a esa lealtad divina, depositando en Dios su confianza. La fe, por tanto, no es un antídoto contra la inseguridad, sino el don de un encuentro. Es llamada por parte de Dios y respuesta por parte del ser humano.

Este encuentro es profundamente gozoso y liberador. Para expresar una vivencia espiritual así hay que recurrir a la poesía, pues el lenguaje racional es insuficiente. Los salmos, en buena parte, son fruto de experiencias místicas de profunda liberación interior. Brotan de la consciencia de que Dios, verdaderamente, salva.

¿De qué salva? En el fondo, todas las esclavitudes, más allá del mal físico, son consecuencias de la falta de amor o de una desorientación de este. La ceguera de la obstinación, la cojera del miedo, la cautividad del egoísmo, la senda tortuosa del que maquina contra los demás… Todo esto son torceduras y heridas en la bella creación de Dios y en su criatura predilecta: el ser humano. Pero Dios, que no nos deja abandonados al azar, tampoco se resigna a vernos sufrir el cautiverio y siempre tiende una mano para salvarnos. Dios guarda a los peregrinos que somos todos en el camino de la vida.

Con su amor y su predilección por los más débiles, Dios no sólo nos muestra su corazón de madre, sino también la parte más tierna, profunda y arraigada en la naturaleza humana. Dios actúa en el mundo por medio de nosotros. Sí, los hombres podemos ser crueles y perversos, pero también existe en nosotros la semilla del bien, de la misericordia, de la solidaridad. Trigo y cizaña crecen juntos hasta la siega… ¿Qué mies vamos a regar y a cultivar para que crezca más fuerte en nuestro corazón? Adviento es una buena época para reflexionar sobre esto.

7 de diciembre de 2013

Cantad al Señor un cántico nuevo

Salmo 97

Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas.
Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas: su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.
El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia: se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel.
Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad.


Los versos de este salmo desprenden un halo épico: se aclama a Dios como a un guerrero victorioso, un rey que ha triunfado. Pero… ¿en qué consiste su victoria? ¿Cuáles han sido sus hazañas?

Vemos que Dios triunfa, no porque haya vencido una guerra, sino porque “ha hecho maravillas”. Su victoria no es haber derrotado a un enemigo, sino “revelar a las naciones su justicia”. Y esta justicia no es castigo ni poder, sino “misericordia y fidelidad”.

La misericordia y fidelidad, que comienzan centrándose en “la casa de Israel”, en el pueblo elegido, terminan extendiéndose a todo el mundo. La tierra entera contemplará la justicia de Dios: no habrá pueblo que no reciba la bendición de su misericordia. En otras palabras, toda persona, hija de Israel o no, será receptora del amor de Dios.

Por eso el anuncio es alegre y se extiende: “Aclama al Señor, tierra entera”. Y la alegría es plena y desbordante. No se trata de mera conformidad, aquí hay pasión, hay verdadero gozo: “gritad, vitoread, tocad”. El amor de Dios no es cosa baladí, su justicia no es algo que nos deje indiferente. ¿Se queda fría la amada tras un abrazo fogoso del amante? No, rebosa felicidad, se estremece de alegría, su corazón canta.

Ojalá toda persona pudiera experimentar en sí misma el amor de Dios. Este tiempo de Adviento nos invita. El Señor está cerca… ¡acerquémonos a él! Dejémonos encontrar, como dice el Papa en su exhortación Evangelii Gaudium. Recobremos el júbilo del encuentro,  el fuego del primer enamoramiento. Sí, enamorémonos de Dios. Él está loco de amor por nosotros… ¿tan duro tenemos el corazón, que no sabremos corresponderle?


Dejémonos atrapar por su amor. Busquemos un tiempo de silencio en soledad, cada día, para ponernos bajo su mirada y dejarnos bañar por su ternura fiel, constante, imperecedera. Colmarnos de ella será lo único que nos dé auténtica alegría, y paz.

30 de noviembre de 2013

Qué alegría cuando me dijeron...

Salmo 121

Qué alegría cuando me dijeron: ¡vamos a la casa del Señor!
Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén.

Jerusalén, ciudad bien construida, conjunto armonioso, allí suben las tribus, las tribus del Señor, a cumplir la alianza de Israel, a alabar el nombre del Señor.

Allí están los tribunales de justicia, los tribunales del palacio de David. Auguran la paz a Jerusalén: Que vivan seguros los que te aman y que sea inquebrantable la paz en tus muros, la quietud en tus almenas.

Por amor de mis hermanos y amigos, dejadme decir: ¡Que haya paz dentro de ti! Por la casa del Señor, nuestro Dios, te deseo la felicidad.


Este salmo, que solemos cantar en una conocida canción, nos habla de tres cualidades inseparables de la fe del creyente: la alegría, la justicia, la paz.

El Papa Francisco acaba de publicar su exhortación apostólica La alegría del evangelio. En ella se nos invita a redescubrir la alegría de creer, y a reencontrarnos de nuevo con Cristo, que es la fuente de nuestro gozo y de nuestra paz. Todo el documento rezuma esa alegría que también desprenden los versos de este salmo. ¿Cómo es posible ser cristiano coherente sin ser alegre? Santa Teresa decía: un santo triste es un triste santo. Podríamos decir lo mismo de cualquier cristiano…

Alegría: es más que un sentimiento, es una actitud profunda que brota de la gratitud. ¿De dónde le viene la alegría de Israel? De su pacto, su alianza con Dios. ¿Con quién mejor se puede hacer un pacto, que con Dios? ¡El hombre siempre sale ganando! Porque en ese pacto, es Dios quien se compromete, y él es fiel. Su amor dura por siempre, cantan otros salmo. Jamás nos dejará, no estamos solos, ¡somos amados! De ahí brota, también, la alegría del cristiano. Si Dios selló un pacto con Israel en tiempos antiguos, con Jesús su pacto se ha extendido a toda la humanidad. Y es este: él está con nosotros, ahora y siempre.

La justicia es otro pilar de la fe de Israel, y también de la fe cristiana. ¿Qué hemos de entender por justicia? No la ley humana, cambiante y a veces injusta, sino la de Dios. Y la ley de Dios, nos recuerda san Pablo, es el amor, incondicional, imperecedero y haci toda criatura. Su justicia es amor para todos, misericordia, reconciliación.

Saberse profundamente amado, sentir y reconocer ese amor entrañable de Dios, es fuente de paz. ¿Dónde buscar la paz, tan ansiada hoy y siempre, y tan difícil de conseguir? En Dios, en su amor. No hay paz más auténtica que la del niño en brazos de su madre. Nosotros, todos, somos pequeñuelos en brazos de Dios. Mecidos en su seno infinito, en él vivimos, nos movemos y existimos.

Busquemos, en este Adviento, un tiempo diario de silencio para dejarnos mecer por Dios y reencontrar la alegría de sabernos amados por él. Que nuestros labios puedan entonar con sinceridad los versos exultantes de este salmo.

22 de noviembre de 2013

Qué alegría cuando me dijeron...

Salmo 121

¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!
Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén.
Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia, en el palacio de David.


Las palabras de este salmo nos resultan muy familiares, pues son un cántico muy conocido que tradicionalmente ha resonado en nuestras iglesias.

Es un salmo de alegría y de triunfo, que nos habla de un lugar, Jerusalén, como casa del Señor. Nos habla de justicia y, en el resto del salmo que no se lee, se habla también de la paz deseada para que reine en la ciudad y entre las gentes.

Estamos celebrando la fiesta de Cristo Rey, que se nos revela como único templo, único sacerdote, la persona que une cielo y tierra y que nos muestra el rostro de Dios. El Nuevo Testamento recoge mucho del Antiguo: el deseo de paz, de justicia, de plenitud del pueblo judío. Recoge la tradición y la veneración del pueblo hacia el templo, hacia la ciudad santa —Jerusalén significa, literalmente, la ciudad de la paz—. Todos estos anhelos se ven respondidos con la llegada de Jesús, aunque no como muchos lo esperaban. Jesús supera la identificación de Dios con un lugar, un edificio o una ciudad. Sin dejar de encarnarse, Dios apunta hacia otra Jerusalén, la Jerusalén celestial, comunidad formada por todos los que creen.

Así, cuando entonamos este cántico, estamos cantando la grandeza de nuestro Dios, Amor que desciende al mundo y nos busca. Cantamos también su justicia. Una justicia que, recordémoslo siempre, nada tiene que ver con las leyes humanas ni con nuestra mentalidad retributiva. La justicia de Dios es magnanimidad, misericordia, plenitud, gozo, don gratuito. Dios nos otorga la paz y su abundancia de bienes, no porque lo merezcamos o nos hayamos esforzado mucho, sino porque él es así: generoso sin límites, amante de sus criaturas y bueno.

¿Cómo no cantar alegres y bendecir su nombre, habiendo recibido tanto?


16 de noviembre de 2013

El Señor llega

Salmo 97

El Señor llega para regir los pueblos con rectitud.

Tañed la cítara para el Señor, suenen los instrumentos; con clarines y al son de trompetas aclamad al Rey y Señor.

Retumbe el mar y todo cuanto contiene, la tierra y cuantos la habitan; aplaudan los ríos, aclamen los montes al Señor, que llega para regir la tierra.

Regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud.

Los versos de este salmo nos hablan de un Dios poderoso, glorioso, de un rey que gobierna el universo entero. Toda la Creación se rinde ante él y lo aclama. Con imágenes de vigorosa belleza, el salmista nos muestra un mar rugiente que con su oleaje también alaba al Creador, un monte que aclama a su Señor, un río que canta su majestad.

La ciencia, en su avance, nos muestra que existen unas leyes físicas que rigen el mundo de la materia y la energía. Creer en la existencia de un ser superior que todo lo ha creado es una opción de fe, pero muchos pensadores son los que apuntan que, tras el orden y la asombrosa precisión de las leyes naturales, se atisba la inteligencia y el amor del Creador. De la misma manera que el genio de un artista se refleja en su obra, en la belleza prodigiosa del universo y en sus leyes también se manifiesta la grandeza de quien lo creó.

En el último verso leemos: «regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud». Tras estas palabras, vemos cómo el pueblo judío reconoce la existencia de una ley, previa a la existencia humana, que todo lo rige. Es una ley que trasciende el mundo natural: la ley de Dios, que es amor y donación pura.

En su consagración del templo de la Sagrada Familia, el Papa habló de cómo Gaudí había aunado la naturaleza y la revelación de Dios. Las piedras del templo recogen la maravilla del mundo creado y a la vez apuntan a una vida eterna que trasciende la materia, intentando plasmar la fuerza del espíritu. Naturaleza y divinidad se hermanan en este templo. Dios es la medida del hombre, nos dice el Papa. Un Dios cuya gloria es la plenitud de su criatura, un Dios cercano y amigo, Señor de la belleza y fuente de la belleza misma.

En un mundo convulso, y entre lecturas de talante apocalíptico como las que leemos este domingo, es fácil caer en el escepticismo y la incredulidad, incluso en la indignación. ¿Dónde está ese rey justo, dónde está Dios, en medio de las calamidades que vemos y vivimos? Estas lecturas no nos quieren hundir en la desesperación, sino elevarnos la vista. Hay una realidad más profunda, quizás no tan evidente, pero cierta, que todo lo sostiene y que nos mantiene vivos. No perdamos nunca la esperanza en Dios, el único que no falla, el único que no se agota ni nos abandona. Él es más grande que todo el mal del mundo. Todo lo contiene y todo lo sustenta. Tampoco nos dejará huérfanos. Sepamos abrirnos a la trascendencia y acoger su amor.

9 de noviembre de 2013

Al despertar me saciaré de tu semblante

Salmo 16

Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.

Escucha, Señor, mi justa demanda, atiende a mi clamor; presta oído a mi plegaria, porque en mis labios no hay falsedad.

Tú me harás justicia, porque tus ojos ven lo que es recto: si examinas mi corazón y me visitas por las noches, si me pruebas al fuego, no encontrarás malicia en mí.

Mi boca no se excedió ante los malos tratos de los hombres; yo obedecí fielmente a tu palabra, y mis pies se mantuvieron firmes en los caminos señalados: ¡mis pasos nunca se apartaron de tus huellas!

Yo te invoco, Dios mío, porque tú me respondes: inclina tu oído hacia mí y escucha mis palabras. Muestra las maravillas de tu gracia, tú que salvas de los agresores a los que buscan refugio a tu derecha.

Protégeme como a la niña de tus ojos; escóndeme a la sombra de tus alas de los malvados que me acosan, del enemigo mortal que me rodea.

Se han encerrado en su obstinación, hablan con arrogancia en los labios; sus pasos ya me tienen cercado, se preparan para derribarme por tierra, como un león ávido de presa, como un cachorro agazapado en su guarida.

Levántate, Señor, enfréntalo, doblégalo; líbrame de los malvados con tu espada, y con tu mano, Señor, sálvame de los hombres: de los mortales que lo tienen todo en esta vida.

Llénales el vientre con tus riquezas; que sus hijos también queden hartos y dejen el resto para los más pequeños. Pero yo, por tu justicia, contemplaré tu rostro, y al despertar, me saciaré de tu presencia.


Este salmo, compuesto por David en un momento de aprieto y soledad, puede retratar muy bien cómo nos sentimos cuando nos vemos injustamente atacados, acosados y escarnecidos.

En la vida conocemos situaciones así. Creemos haber obrado bien, nos esforzamos por ser justos y por ayudar a los demás. Nuestro corazón está lleno de buena intención, aunque a veces nos equivocamos. Sabemos, como dice el salmo, que no hay malicia en nosotros.

Y, sin embargo, cuando fallamos, el mundo nos juzga sin piedad y muchas personas se levantarán contra nosotros, criticándonos con saña. La tristeza y la ira nos invaden y es fácil que, llevados de una justa indignación, podamos cometer aún mayores equivocaciones. ¿Qué hacer?

El salmo nos muestra el camino: rezar. Desprenderse de todo amor propio. Poner ese dolor en manos de Dios: el dolor de saberse injustamente acosado, calumniado y despreciado. Es ahora cuando más cerca nos encontramos de Jesús clavado en cruz. Si él, que fue santo y justo, recibió tal muerte, ¿cómo nosotros, que no somos tan buenos y fallamos continuamente, no vamos a recibir golpes e incomprensiones? Decía santa Teresa que es entonces, cuando somos injustamente atacados, cuando deberíamos alegrarnos, porque estamos compartiendo los sufrimientos y la cruz de nuestro Señor. Recordemos las bienaventuranzas que leímos el pasado domingo. Compartir la corona de espinas con nuestro Rey, ¿no ha de ser una carga dulce que aceptaremos soportar con amor?

Jesús se abandonó en brazos del Padre. Así, el salmista busca el refugio de Dios, protégeme a la sombra de tus alas. Y Dios nos ayudará y nos dará fuerzas. También hará resucitar nuestro espíritu vapuleado, si sabemos confiar en él y no ceder a la tentación de devolver mal por mal.

El salmo acaba con unos versos que debieran hacernos pensar: Llénales el vientre con tus riquezas; que sus hijos también queden hartos y dejen el resto para los más pequeños. Pero yo, por tu justicia, contemplaré tu rostro, y al despertar, me saciaré de tu presencia.



Es un decir: Señor, llénales de riqueza, dales lo que quieren… ¡es una oración por el propio enemigo! Que obtengan lo que persiguen. Incluso, que me arrebaten mis bienes, si es eso lo que ambicionan. Porque la mayor riqueza a la que yo puedo aspirar no es la gloria, ni el poder ni el oro. Aquello que sacia mi alma eres Tú. Cuántas peleas se dan en el mundo por esos falsos tesoros. Dejemos que corran tras ellos quienes, ciegos, no quieren ver más. Mi tesoro, mi riqueza, mi bien, está en Ti. Y sólo Tú bastas.

2 de noviembre de 2013

Bendeciré tu nombre

Salmo 144

Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.

Te ensalzaré, Dios mío, mi rey; bendeciré tu nombre por siempre jamás.
Día tras día te bendeciré y alabaré tu nombre por siempre jamás.

El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas.

Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles, que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas.

El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones. El Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan.


Es asombroso comprobar cómo la sensibilidad de los salmistas nos dibuja la imagen de Dios que nos revela Jesús. En los evangelios encontramos eco de muchos salmos, que Jesús conocía y solía recitar; y en los salmos hallamos verdaderas joyas de sabiduría que nos muestran cómo es Dios.

La piedad, tantas veces mal entendida, es una cualidad de ese amor entrañable de Dios. Es la virtud del estar atento, velando, cuidando, apoyando y dando ánimo. Es la actitud de sostener al que va a caer, de enderezar al que se dobla. Dios no espera que nos equivoquemos y pequemos para castigarnos. Al contrario, nos sostiene y nos ayuda a caminar erguidos. La piedad jamás se ensaña contra el débil. Si la justicia de Dios tiene un nombre, ése es el de la bondad.

Lejos de esa imagen tremenda, poderosa, lejana y aterradora, la imagen del Dios tirano del que hay que deshacerse para ser libre, según las filosofías de la sospecha, este salmo nos muestra  un Dios cariñoso, próximo, como un padre bueno. “Lento a la cólera y rico en piedad”, ¡cómo deberíamos imitar los hombres esta cualidad de Dios! A veces queremos ser tan justicieros, nos sentimos tan indignados ante la realidad del mal, que olvidamos que Dios, antes que juez, es nuestro defensor. Defensor de todos, incluso de los más pecadores.

Como el Papa Benedicto recordaba a menudo, acercarse a Dios, fiarse de él, confiar nuestra vida en sus manos, no nos recorta, ni nos anula, ni coarta nuestra libertad. Al contrario, arrimarse a Dios nos hace crecer y alcanzar toda nuestra plenitud humana y espiritual. Caminar a su vera nos llevará mucho más lejos de lo que nuestras fuerzas podrían soportar. Y nos maravillaremos, día tras día, de su bondad espléndida y su exquisito cuidado hacia nosotros, sus criaturas. Sus hijos. De la consciencia de sentirse tan amado, brotarán versos en los labios, como los de este salmo.

24 de octubre de 2013

Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha

Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha.

Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.

El Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria. Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias.

El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él.


Muchas de nuestras oraciones están motivadas, como este salmo, por los problemas y dificultades que nos abruman. Cuando estamos desesperados, clamamos a Dios. Pero Dios no es una pastilla o un opio que nos adormece y nos brinda un consuelo ilusorio. Dios tampoco nos va a sacar “las castañas del fuego”, como suele decirse. Quien de verdad quiera seguirle y comprometerse con él va a encontrarse con muchos obstáculos y rechazo de la gente.

Pero el salmo quiere darnos una visión más profunda de la realidad, que no se detiene en las meras tribulaciones y en la angustia. Quienes confiamos en Dios hemos de saber ver más allá. Cuando sufrimos porque intentamos ser justos, estamos compartiendo el dolor de Cristo. Cuando afrontamos el ataque de otros por querer ser coherentes y fieles, hay alguien que siempre nos apoya. Decía Gandhi que, “cuando todos te abandonan, Dios se queda contigo”. ¡Y es así! Él nos mira con amor y, aunque no nos parezca evidente, nos está apoyando y sosteniendo. Nos ama, nos defiende, nos da fortaleza y nos guarda un lugar junto a su corazón.

La estrofa que habla de los malhechores se refiere a aquellas personas que hacen mal, ciegas en su soberbia. Aunque parezca que el mal vence sobre la tierra, no es así. Con el tiempo, se verá que las semillas del mal mueren y son olvidadas, mientras que las del bien crecen y se expanden con los siglos. Reflexionemos en los personajes históricos que casi todos conocemos. En la historia podemos distinguir dos tipos de líder: el guerrero, dominador de pueblos, que ha ocupado muchas páginas en las crónicas escritas; y por otro lado, tenemos al líder pacífico, que no ha empuñado las armas, sino que ha esparcido un mensaje de amor, de paz y de conversión espiritual a las gentes. Estos líderes más silenciosos, que tal vez en vida pasaron más desapercibidos que los emperadores y guerreros victoriosos, hoy siguen vivos en el alma de millones de personas. Para nosotros, el gran líder, el gran pastor, ha sido y es Jesús. Su huella caló y sigue dando frutos hoy. En cambio, los líderes de la espada han quedado muertos y su recuerdo yace enterrado bajo tumbas de piedra o en las páginas de los libros.


La justicia de la que hablan los salmos, sin embargo, no debe interpretarse como un juicio despiadado como lo haríamos los humanos, tan propensos a condenar. Es la consecuencia de sus actos la que hará perecer a quienes se rinden al mal. La justicia de Dios, en cambio, es generosidad con las personas que saben ser humildes: reconocen su realidad, sus límites, y la grandeza de Dios. Se saben falibles y necesitadas de amor y ayuda. Sólo desde la humildad se puede recibir el don de Dios.

18 de octubre de 2013

El auxilio me viene del Señor

Salmo 120

El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
Levanto mis ojos a los montes; ¿de dónde vendrá el auxilio?
El auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme; no duerme ni reposa el guardián de Israel.

El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha; de día el sol no te hará daño, ni la luna de noche.

El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma; el Señor guarda tus entradas y salidas ahora y por siempre.


Cuando nos vemos envueltos en dificultades y problemas, cuando nos sentimos angustiados o vemos peligrar nuestra integridad, física o emocional, es cuando, muchas veces, nos acordamos de rezar.

Dios siempre está ahí, y es realmente un gran apoyo y consuelo. Qué lástima que lo olvidemos cuando las cosas van bien y, en cambio, nos acordemos de él cuando el miedo y el dolor nos acosan. Entonces creemos necesitarlo más que nunca y, si somos personas de fe, recurrimos a él, como reza el salmo: “levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde vendrá el auxilio?”

Ciertamente, cuando falta ayuda humana, o cuando todos nuestros esfuerzos fracasan, ya sólo nos queda mirar hacia lo alto y confiar en Dios.

Pero… ¿qué puede llegar a ser nuestra vida si siempre, cada día, en las alegrías o en las penas, confiamos en Dios?

Dios no es un guardián agobiante que nos asfixia con su presencia. Lejos de él cortar nuestras alas y nuestra iniciativa libre. Pero quien cuenta con Dios cada día, en sus empresas, en su trabajo, en su gozo, verá cómo su vida adquiere una profundidad, una belleza y un sentido muy especial.

Sí, Dios nos protege y nunca duerme. Siempre está cerca cuando le invocamos. En realidad, está dentro de nosotros, en lo más íntimo. Su aliento sostiene nuestra existencia entera. Afirman los teólogos que, si Dios dejara de amarnos un solo momento, dejaríamos de existir…

Si le llamamos con fe, siempre responde. Es hermoso levantarse cada mañana y pensar, recordando los versos del salmo, que Dios nos guarda a su sombra, nos acompaña cuando entramos y salimos, nos protege de todo mal. Especialmente del peor mal, el que pugna por anidar dentro nuestro, la tentación sibilina del egoísmo y el orgullo.


Llenémonos de Dios cada mañana: invoquémosle, llevémosle siempre presente, como compañero en todo momento. A Dios le necesitamos siempre, pues nuestra vida está en sus manos.

9 de octubre de 2013

El Señor revela su salvación

Salmo 97
El Señor revela a las naciones su salvación
Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas: su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.
El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia, se acordó de su misericordia y su fidelidad a favor de la casa de Israel.
Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.
Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad.



Hoy nos encontramos con este salmo que resuena con tonos épicos de himno triunfante. La forma del salmo expresa la grandeza de Dios, su belleza, su poder.
Pero hay un fondo que va más allá de la mera imagen del Dios victorioso, poderoso y favorecedor de un pueblo escogido.

¿Cuáles son las cualidades de este Dios? La misericordia y la fidelidad. No se habla de violencia, ni de poderío, ni de terror. Dios extiende su ley, que no es tiranía, sino amor entrañable —misericodia— y apoyo incansable y leal —fidelidad— al ser humano.

Dios no es nuestro enemigo, ni una fabulación para dominar las conciencias, como tantos pensadores han proclamado. Dios es nuestro mejor aliado, aquel que no sólo nos protege y nos cuida, sino que nos hace crecer y desplegar todas nuestras posibilidades. La justicia de Dios no consiste en condenar, separar y elegir, sino en perdonar y acoger a todos. La palabra salvación, en hebreo, es un concepto mucho más rico que el de mero rescate. Salvación significa salud, paz, prosperidad, felicidad, desarrollo. La salvación de Dios es la gloria y la plenitud del hombre.

Y, aunque este salmo sea un himno de Israel, ya en sus versos se atisba la universalidad de Dios. “Aclama al Señor, tierra entera”. No será un solo pueblo, ni una pequeña porción del planeta, la favorecida por Dios. Como nos recuerda el evangelio de hoy, la salvación es para todos. El amor de Dios llega hasta los confines de la tierra. Allá donde palpite un alma humana, Dios hará llegar la oferta generosa de su amor.

4 de octubre de 2013

No endurezcáis el corazón

Salmo 94

Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: no endurezcáis el corazón.
Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándole con cantos.
Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía.
Ojalá escuchéis su voz: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”.

Qué fácil es creer en Dios cuando las cosas van bien, cuando la vida nos sonríe y todo parece marchar sobre ruedas. En cambio, cuando nos abruman los problemas y nos sentimos acosados por todas partes, la fe flaquea y es entonces cuando clamamos: ¿Dónde está Dios?

Este clamor es lo que el salmo llama “poner a prueba a Dios”. Parece que bajo el nubarrón de las dificultades olvidamos rápidamente que por encima luce siempre el sol; que una tempestad no puede borrar cientos de días de luz; que un bache no es todo el camino. Muchos dicen que “Dios nos pone a prueba”, como si fuera un amo autoritario que quiere castigar o jugar con la capacidad de resistencia de sus criaturas. ¡Qué lejos del Dios de Jesús, del Dios misericordioso que el Evangelio nos va desvelando!

La dureza del corazón va a menudo acompañada de la estrechez de mente. Si pusiéramos en una balanza lo que Dios nos da a un lado y las dificultades que sufrimos al otro, nos daríamos cuenta de que el fiel siempre se inclina del lado de Dios. Solamente la vida, el don de existir, pesa muchísimo más que todo el resto. Poder respirar, hablar, moverse; poder amar a alguien, poder recibir afecto, estos dones son tan inmensos que no deberíamos dejar que los golpes de la vida nos hicieran olvidarlos. O incluso despreciarlos. Lo mejor que tenemos lo hemos recibido gratis, sin merecerlo. Quizás por eso, porque estamos tan acostumbrados, ya no sabemos valorarlo. Hemos dejado de asombrarnos ante el milagro de estar vivos y despertarnos cada mañana. El universo creado ha dejado de maravillarnos. La otra persona, la que tengo ahí, cerca, ha dejado de conmovernos. Ahí está la dureza de corazón, que se enquista y se pertrecha en la rutina y el hastío.

Por eso el salmista clama: “No endurezcáis vuestro corazón”. El corazón tierno es siempre joven, vibra y se admira. Sabe leer en los acontecimientos de la historia y sabe descubrir, detrás de cada día, la mano amorosa del Dios – Roca que nos sostiene y nos salva. El corazón vivo palpita y se desborda en alabanzas.

28 de septiembre de 2013

El Señor da pan a los hambrientos

Salmo 145

Alaba, alma mía, al Señor.

El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor libera a los cautivos.

El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el  Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.

Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.


Este cántico agradecido nos muestra por un lado cómo es Dios y, por otro, cómo podemos llegar a ser los humanos. Y aborda un problema casi tan antiguo como la humanidad, desde que las sociedades se volvieron complejas: la pobreza.

Para muchos descreídos, estos versos no son más que una oración de consuelo para quienes sufren. El canto de un pueblo tantas veces sometido resuena como eco en las vidas maltratadas por la desgracia, el hambre, la pérdida o los daños provocados por otros. El marxismo ve en la religión un opio, una droga dulce que amansa a los oprimidos y los hace resignarse en su desgracia, con la ilusión vana de un Dios que vendrá a rescatarlos y a solucionar sus problemas.

Nada más lejos de la auténtica intención del salmista. Para expresar una vivencia espiritual a menudo es necesario recurrir a la poesía. Y los salmos, en buena parte, son fruto de experiencias de profunda liberación interior. Brotan de la consciencia de que Dios, verdaderamente, “salva”.

¿De qué salva? En el fondo, todas estas esclavitudes, más allá del mal físico, son consecuencias del mal. El hambre y la injusticia son consecuencias del egoísmo humano, a gran escala. La ceguera de la obstinación, la cojera del miedo, la cautividad de la egolatría, la senda tortuosa del que maquina contra los demás… Todo esto son torceduras y heridas en la bella creación de Dios y en su criatura predilecta: el ser humano. Y Dios, que no nos ha dejado abandonados al azar, siempre vuelve a salvarnos del mal.

Dios es el que realmente nos salva de nuestras miserias interiores. Sacia nuestra hambre de infinito, de justicia, de verdad. Y, saciándonos, nos hace valientes para correr a saciar esas otras hambres que afligen a otros. Dios nos llena y nos  abre, haciéndonos generosos y sensibles al sufrimiento. Nos da un corazón de carne, como el suyo. Y puede actuar en el mundo: nosotros somos sus manos.

20 de septiembre de 2013

Alabad al Señor, que alza al pobre

Alabad al Señor, que alza al pobre

Alabad, siervos del Señor, alabad el nombre del Señor. Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre. 

El Señor se eleva sobre todos los pueblos, su gloria sobre los cielos. ¿Quién como el Señor, Dios nuestro, que se eleva en su trono y se abaja para mirar al cielo y a la tierra? 

Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo.


En la religión del antiguo Israel y, después, en el Cristianismo, los pobres siempre han tenido un lugar especial. Podríamos decir que la atención al pobre, en nuestra fe, ya no sólo es un hecho ético y moral, sino un rasgo que nos acerca a Dios.

En otras culturas también se atendía a los pobres, pero en ninguna otra se oyó antes que los pobres fueran los favoritos, amados de Dios.

Israel fue un pueblo que sufrió continuas pruebas: persecución, conquistas, deportaciones, esclavitud y pobreza. Quizás por esto desarrolló un fuerte sentido de la solidaridad hacia los más desvalidos. El Dios en que confiaba era un Dios que no soportaba la miseria ni la injusticia.

Pero el pueblo israelita tampoco fue ajeno a los pecados propios de toda sociedad. Amós y otros profetas denunciaron con rotundidad la avaricia de los ricos y la opresión injusta sobre las gentes sencillas.

Con la fe de Israel también comienza otro concepto de la pobreza: el teológico. El pobre ya no es solo el desposeído, sino el que carece de arrogancia y autosuficiencia y se sabe desvalido ante Dios. En este sentido, todos somos pobres, lo reconozcamos o no. Y al que se siente pobre y miserable, despojado de todo orgullo, Dios lo elevará.

En el salmo hay un vivo contraste: Dios, que es todopoderoso y que está allá arriba, en su trono celeste, baja a la tierra, hasta hundirse en el barro. Y baja para mirarnos. Ese es el movimiento de nuestra fe, y motivo de confianza y alegría para todos: que no somos nosotros quienes tenemos que ascender, con esfuerzo, para alcanzar la plenitud. Es Dios quien desciende y viene a nosotros. Creamos, de verdad, que Dios no está lejos. A Dios le importamos. Somos especiales para él, hijos amados. Por muy desgraciados y rendidos que nos sintamos, él está a nuestro lado y nos ayuda a levantarnos: alza de la basura al pobre para sentarlo con los príncipes...

31 de agosto de 2013

Preparaste casa para los pobres

Salmo 67

Preparaste, oh Dios, casa para los pobres.

Los justos se alegran, gozan en la presencia de Dios rebosando alegría. Cantad a Dios, tocad en su honor, su nombre es el Señor.

Padre de huérfanos, protector de viudas, Dios vive en su santa morada. Dios prepara casa a los desvalidos, libera a los cautivos y los enriquece.

Derramaste en tu heredad, oh Dios, una lluvia copiosa, aliviaste la tierra extenuada, y tu rebaño habitó en la tierra que tu bondad preparó para los pobres.


Este salmo expresa alto y claro una reivindicación a favor de los pobres y más desfavorecidos. Y no es el ser humano quien la hace, sino el mismo Dios quien se pone de parte de ellos. ¿Dónde está Dios?, preguntan muchos hoy. Y la respuesta bien podría ser: está con aquellos que sufren. Con la viuda que llora, con el niño huérfano, con los sin techo. Está en los campos de refugiados, en las trincheras polvorientas, en los inmensos cenagales de chabolas y miseria que crecen alrededor de las urbes de buena parte del mundo.

Dios está —y su presencia se hace más fuerte y patente— con aquellos que no tienen nada. Ya sólo les queda Dios y el aliento que les permite vivir y sobrevivir un día más. Dios también está en aquellos que, aún no siendo pobres materialmente, viven desprendidos de todo, sin otra riqueza que su amor. Esta es la pobreza de espíritu que busca el evangelio.

Esta es la pobreza que sin duda sintieron los hombres de Israel, milenios atrás, cuando eran un pueblo nómada y despreciado. Sin tierras, sin riquezas, sin reyes poderosos que los defendieran, sufrieron en su piel la crueldad de reinos poderosos, el hambre y la pobreza. Y se refugiaron en el Dios que, más allá de Creador, también era Padre. La fe de Israel crece con una fuerte consciencia de justicia social. Dios no aprueba la violencia y la opresión y, en cambio, defiende siempre al más débil.

Además, los versos de este salmo son expresión viva de una experiencia: la de aquel que, habiendo pasado grandes sufrimientos, ha sido socorrido por Dios. Es un cántico de esperanza que se ha visto colmada: quien confía en Dios, tarde o temprano verá cómo es liberado. Dios es justo, pese a todo. Y no falla. Ante los ojos humanos, esta afirmación puede parecernos contradictoria. Dios no debería permitir tanto mal y pobreza en el mundo, es el gran argumento de muchos. Olvidamos que nuestro Dios es un liberador, no un tirano. Y quien libera jamás puede obrar contra la voluntad del que ama. Allí donde Dios es expulsado, el mal y la miseria se extienden. Allí donde Dios es acogido, su justicia acabará brillando y, como dice el salmo, su lluvia copiosa aliviará la tierra extenuada y alimentará a los pobres.

23 de agosto de 2013

Id a todo el mundo...

Sal 116, 1-2

Alabad al Señor, todas las naciones, aclamadlo, todos los pueblos.
Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre.

Id al mundo entero y proclamad el evangelio.

Este domingo tenemos dos opciones: cantar un verso del final evangelio de Marcos (16, 15) o bien dos versos del inicio del salmo 116. ¡Son textos tan breves, pero que dicen tanto!

Los versos del salmo nos hablan de una fe que ya no se limita al pueblo hebreo. La buena noticia ha de brillar sobre todo el mundo, ha de extenderse a todas las naciones. Dios no es solo el Dios de Israel, sino el Dios de todo ser humano. Cualquier hombre o mujer de buena voluntad, con el corazón abierto, puede ser su amigo y recibir su bendición. Cuando Israel llega a esta convicción, su fe ya no puede quedarse encerrada en la comunidad, ha de salir, expandirse, comunicarse. Toda buena noticia pide ser proclamada, y no tiene fronteras.

Así, los versos del salmo enlazan con las palabras de Cristo a sus discípulos: Id al mundo entero y proclamad el evangelio.  

¿Qué es el evangelio? ¿Cuál es esta buena noticia que debe ser llevada hasta los confines de la tierra? Que Dios está con nosotros. Que Dios nos ama. Que es fiel, que se conmueve de amor hacia sus hijos y jamás nos falla. Cuando todos te abandonan, Dios se queda contigo, reza una frase atribuida a Gandhi.

Es así. Y hoy, en medio de crisis e incertidumbres, esta buena noticia es más necesaria que nunca. No porque hagan falta consuelos, “pastillas para el alma”, ilusiones o remedios que alivien nuestras angustias y dificultades. No. La fe, como decía Martín Descalzo, no es un caramelo ni una dosis de morfina. La fe despierta, la fe acicatea, inquieta, remueve. Pero la fe también da fuerza y una inmensa, firme, alegría interior, necesaria para saber agradecer todo cuanto tenemos y dar su valor correcto a las cosas.

Por muy pobres, enfermos, solos o apurados que estemos, tenemos un don, inmenso e inmerecido. Existimos. Estamos vivos y Dios nos ama, sosteniéndonos cada día con su aliento. Tenemos talentos, capacidades y una fortaleza que quizás no sospechamos. Al menos, la capacidad de amar, de comunicarnos y la libre voluntad, que podemos ejercer siempre. Somos un tesoro en manos de Dios. Seamos conscientes de esto y saldremos adelante. Estaremos salvados.

Ahora, una vez esta buena noticia arde en nuestro interior, vayamos a comunicarla. No la encerremos, no la ahoguemos. Otros necesitan escucharla de nuestra voz y creerla por nuestro testimonio. Dicen que el amor es como el fuego: si no se comunica, se apaga. No dejemos apagar esta inmensa, hermosa y buena noticia que da sentido a toda nuestra vida.

19 de julio de 2013

Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?

Salmo 14

Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?
El que procede honradamente y practica la justicia, el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua.
El que no hace mal a su prójimo ni difama al vecino, el que considera despreciable al impío y honra a los que temen al Señor.
El que no presta dinero a usura ni acepta soborno contra el inocente. El que así obra nunca fallará.

Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda? Esta frase tiene como telón de fondo la peregrinación de Israel en el desierto y su alianza con Dios, sellada mediante el cumplimiento de la Ley. Hospedarse en la tienda de Dios es entrar en su casa, alojarse en su corazón. La pregunta, ¿quién puede…? Expresa el deseo de vivir en su presencia y gozar de su protección y amor.

En la mentalidad de los antiguos israelitas no todos podían acceder al recinto sagrado donde habitaba Dios. Hacía falta estar puros, es decir, consagrados, dedicados a él. Y esta pureza se conseguía, entre otras cosas, cumpliendo los mandamientos.

En el salmo que leemos hoy se recogen varios preceptos que nos recuerdan el Decálogo, pues forman parte de la Ley de Moisés. Nos hablan de actuar con honestidad, de ser justos, de no mentir, no calumniar, no robar ni prestar con usura. Nos exhortan a no hacer mal al prójimo y a temer al Señor. Se desprende de estos preceptos una moral muy clara, que nos hace reflexionar sobre muchas situaciones que estamos viviendo hoy. ¡Cuánto cambiarían las cosas si todos respetáramos estas leyes! Ahora que estamos en plena crisis y vemos la degradación en que caen algunos jueces, la corrupción de los políticos y los abusos que cometen los bancos, los mandatos de practicar la justicia, no prestar con usura y no aceptar sobornos nos interpelan.

Decía C. S. Lewis que es curioso —y triste— que el sistema económico de nuestra sociedad occidental se apoye justamente en una práctica que las tres grandes religiones monoteístas condenaron: el préstamo con intereses. Esta observación da qué pensar y nos lleva a un imperativo ético: trabajar, con todas nuestras fuerzas, para contrarrestar la avaricia, la injusticia y la iniquidad que parecen mover el mundo. Y procurar no dejarse llevar por estas tendencias, en nuestro ámbito personal e incluso más privado. Porque tal vez no estamos robando ni prestando con usura, pero... ¿Cuánta injusticia cometemos cuando juzgamos y difamamos a alguien que no nos cae bien o nos fastidia? ¿Cuánto daño infligimos con nuestra arma más letal, nuestra lengua calumniadora y criticona? ¿Cuánto robamos a aquel a quien no le concedemos un tiempo para escucharle, ayudarle, animarle? ¿Cuánto tiempo le robamos a Dios, cuando no sabemos encontrar ni unos minutos para él? ¿Cuánto tiempo le robamos a nuestros seres queridos, cuando preferimos distraernos con el trabajo, o con cualquier cosa, antes que pasar unas horas con ellos?


Pensemos, muy despacio, cada día, cómo estamos cumpliendo y cómo fallamos a estos mandatos tan sencillos, tan elementales pero tan hondos. Y qué podemos cambiar para mejorarnos a nosotros mismos y a los demás. Si nos esforzamos por hacer el bien, con corazón sincero, la tienda del Señor se nos abrirá de par en par y encontraremos la paz.

13 de julio de 2013

Buscad al Señor y revivirá vuestro corazón

Salmo 68

Mi oración sube hasta ti, Señor, en el momento favorable: respóndeme, Dios mío, por tu gran amor, sálvame, por tu fidelidad. 
Respóndeme, Señor, por tu bondad y tu amor, por tu gran compasión vuélvete a mí.

Yo soy un pobre desdichado, Dios mío, que tu ayuda me proteja:
así alabaré con cantos el nombre de Dios, y proclamaré su grandeza dando gracias.


Que lo vean los humildes y se alegren, que vivan los que buscan al Señor:
porque el Señor escucha a los pobres y no desprecia a sus cautivos. 


El Señor salvará a Sión y volverá a edificar las ciudades de Judá. El linaje de sus servidores la tendrá como herencia, y los que aman su nombre morarán en ella.


Somos pequeños y Dios es grande. ¡Otra afirmación que va tan en contra de la filosofía imperante hoy en el mundo! Con el pretexto de sacudirse de encima los yugos que imponían la Iglesia, la moral, la religión, el hombre moderno se ha agigantado y ha derribado de su pedestal algunos de los principios que sostenían la fe. Entre ellos, ese tan mal entendido y peor explicado: el “temor de Dios”.

Afirman algunos teólogos hoy que el temor de Dios no es pánico ante un Señor terrible y vengador, ni sumisión servil ante un Dios autoritario. Quien teme así, es porque en el fondo se siente esclavo, sometido, y también rebelde. Cuando pueda, intentará escapar de esa dominación y alejarse. Su relación con Dios está basada en el miedo y los intereses, y esto jamás podrá ser la relación de padre-hijo, el vínculo de amor, libre y apasionado, que Dios desea establecer con nosotros.

El temor de Dios es justamente lo contrario: es amarle tanto, que el único miedo es alejarse de él y dejar que otros ídolos ocupen nuestro corazón. El temor de Dios es reconocer su grandeza y también su amor, tal como es, infinito y desbordante, y dejarse amar por él.

Para llegar a esta actitud hace falta ser humilde. Humilde que no es otra cosa que reconocer lo que uno es, con sus miserias y sus anhelos; con sus enormes potenciales y sus dolorosos límites. El salmo canta que los humildes se alegrarán y revivirán. Lejos de arrastrar una existencia gris y triste, su vida será plena y llena de gozo. ¿Quién dijo que la humildad llevaba a la esclavitud y a una vida anodina? La humildad lleva a la auténtica alegría. Y esto, que puede sonar a paradoja, a contradicción, incluso a absurdo para nuestro mundo de hoy, es una verdad que han vivido y transmitido miles de personas a lo largo de la historia. Salmistas, profetas, santos celebrados en los altares y santos desconocidos; santos de la vida ordinaria que han demostrado, con su existencia, que quien se arrodilla ante Dios se levanta como ser humano, fortalecido, libre, valiente, rebosante de vida y de un gozo interior que nada ni nadie puede apagar.

6 de julio de 2013

Aclama al Señor, tierra entera


Aclamad al Señor, tierra entera; tocad en honor de su nombre; cantad himnos a su gloria; decid a Dios: "¡Qué temibles son tus obras!"

Que se postre ante ti la tierra entera, que toquen en tu honor, que toquen para tu nombre. Venid a ver las obras de Dios, sus temibles proezas en favor de los hombres.

Transformó el mar en tierra firme, a pie atravesaron el río. Alegrémonos con Dios, que con su poder gobierna eternamente.

Fieles de Dios, venid a escuchar, os contaré lo que ha hecho conmigo. Bendito sea Dios, que no rechazó mi súplica, ni me retiró su favor.


Se dice que la admiración despertó en el hombre el sentimiento religioso y también la inquietud filosófica. Ante la contemplación del mundo circundante, de la naturaleza grandiosa, de la fuerza indomable de los elementos, el ser humano se siente pequeño y a la vez espoleado por un íntimo afán: saber más, conocer más, desentrañar el misterio que late tras el tapiz del mundo visible.

Los salmos, como este que leemos hoy, expresan con múltiples imágenes este sentimiento de arrobo y admiración. Pero, más allá de la naturaleza y el mundo tangible, el hombre religioso adivina otra realidad trascendente. Para el hebreo, el mundo es admirable, pero mucho más lo es Dios, que lo ha creado. En la religión judía, y también en la cristiana, hay una clara distinción entre Creador y criatura; no se diviniza la naturaleza, sino a Aquel que la ha hecho. El creyente adora al divino autor, no a su obra.

Aún y así, la belleza de la obra siempre es un puente tendido que nos acerca al Creador. Esta belleza no siempre es idílica, ni causa siempre sensaciones necesariamente plácidas. Ante el espectáculo del universo, el ánimo sensible se ve sacudido por una mezcla de asombro e incluso de espanto: «¡Qué temibles son tus obras!». En esta exclamación se percibe, de manera simple y honda, la limitación humana y su incapacidad para dominar las fuerzas naturales. El hombre puede controlar sus propias obras, pero nunca podrá controlar enteramente la obra de Dios.

Tras constatar esto, el salmista desciende a tierra y enfoca su atención, no ya en el mundo, sino en sí mismo. Dios no sólo ha hecho maravillas en el cosmos, sino en ese pequeño y a la vez inmenso universo que es cada persona. Existir, ser engendrados y nacer con un alma prendida en nuestro barro humano ya es un milagro. Pero si cada uno de nosotros deja, además, que Dios vaya modelando nuestra vida, iluminando nuestro recorrido vital; si dejamos que él penetre nuestro corazón y guíe nuestros pasos, entonces el asombro exultante y la gratitud serán mucho mayores. Porque nuestro gran artista Dios no desea otra cosa que hacer de nuestras vidas un caudal incesante de amor y belleza.

28 de junio de 2013

Tú eres, Señor, el lote de mi heredad


Salmo 15
Tú eres, Señor, el lote de mi heredad

Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti. Digo al Señor: Tú eres mi bien. El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano.

Bendeciré al Señor que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré.

Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.

Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.

A menudo las gentes critican a la Iglesia y también a los  cristianos. Atacan a la institución de mil maneras, por su rigor y su poder, y a nosotros, los creyentes, nos acusan de ser incoherentes con lo que creemos y predicamos, o bien se nos atribuyen toda clase de ideas y actitudes disparatadas, a veces bien lejos de la realidad.

Pero este salmo nos recuerda una cosa innegable. La Iglesia está formada por seres humanos y, como tales, somos falibles, imperfectos y pecadores. Cometemos muchos errores, incluso causamos daño, queriendo o no. Somos vasijas de barro, a veces muy sucias y deterioradas… Qué fácil es que nos desprecien y qué fácilmente podemos caer en el desánimo ante las críticas.

Pero esas ánforas de barro, sucias y rotas, contienen un tesoro inmenso, no comprado ni conseguido, sino regalado. Es esa joya maravillosa lo que hemos de ver y mostrar. Dios se ha fiado de nosotros y se nos ha dado: él es, verdaderamente, el lote de nuestra heredad. Él llena nuestra copa, él nos cubre, nos protege y aún más: nos habita. Con Cristo, los versos del salmo todavía adquieren mayor significado. En la comunión, lo recibimos dentro de nosotros, y desde dentro nos instruye, iluminando nuestra conciencia y nuestra voluntad.

Por eso, aunque seamos pecadores, aunque nos sintamos pequeños, cargados de defectos y de fallos, podemos exultar de alegría y tener paz interior: «se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena». ¡Qué expresivos son estos versos! Sí, la paz interior no la conseguiremos por nuestros medios, sino cuando nos dejemos inundar por la presencia de Dios. Y con la paz, llegará el gozo. Dios, lejos de ser el gran juez represor de la humanidad, es su liberador, su alegría y aquel que puede saciar nuestra hambre de plenitud.

22 de junio de 2013

Mi alma está sedienta de ti


Salmo 62

Mi alma está sedienta de ti, Señor Dios mío.

Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua.

¡Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria! Tu gracia vale más que la vida, te alabarán mis labios.

Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote. Me saciaré como de enjundia y manteca, y mis labios te alabarán jubilosos.

Porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo; mi alma está unida a ti, y tu diestra me sostiene.

Sólo quien ama intensamente y se sabe amado puede pronunciar con sinceridad las palabras de este salmo. «Mi alma está sedienta de ti» expresa una necesidad profunda, acuciante, tan honda como la sed física, tan dolorosa, incluso, como el hambre. El salmista aún añade: «mi carne tiene ansia de ti». El deseo de Dios, de plenitud, de trascendencia, es tan ferviente como el deseo amoroso.

Este cántico nos habla de un amor que quizás nos parece muy alejado de los parámetros de nuestro mundo moderno. Hoy escuchamos que el amor va y viene, que nada dura para siempre; pero también oímos decir que la gente tiene hambre de afecto, de cariño, de reconocimiento. Y también vemos cuántas enfermedades del alma nos aquejan e intentamos vanamente paliar con medicinas, frenesí, ruido, gastos materiales y divertimentos que, al final, sólo consiguen dejarnos exhaustos y más vacíos.

El salmista habla de una sed que siempre aquejará al ser humano porque estamos hechos así, con un pozo interior que sólo puede llenarse de algo inmenso y eterno. Ojalá todos sintiéramos ese deseo dentro y lo reconociéramos. Porque el hombre sediento que está vivo busca la fuente que lo sacie, y no duda en emprender el camino. Es cierto que el mundo le ofrecerá muchas falsas bebidas, falsos alimentos y bálsamos engañosos para saciar su hambre infinita. Pero si el alma está despierta, la sed persistirá y le empujará a continuar buscando. Hasta que, en algún momento, la misma fuente que persigue le saldrá al camino.

Cuando Dios entra en nuestra vida, nuestra alma, árida como tierra reseca, renace. Dios nos sacia, y nos vuelve a saciar, y jamás se cansa de regalarnos sus dones. La vida penetrada por Dios experimenta tal cambio, que la respuesta estalla forma de alabanzas: «Toda mi vida te bendeciré», «a la sombra de tus alas canto con júbilo». Si realmente estamos saciados de Dios, eso ha de notarse en una vida llena, activa, pacífica y profundamente alegre.

La unión con Dios no es algo reservado a os santos y los místicos. Todos los cristianos —en realidad, todos los seres humanos— estamos llamados a vivir esta experiencia de amor íntimo que nos arraiga en la tierra y nos permite crecer hacia el cielo.

15 de junio de 2013

Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado


Salmo 31

Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado.
¡Feliz el que está absuelto de su culpa, a quien se le ha sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito.
Pero yo reconocí mi pecado, no te escondí mi culpa, pensando: "Confesaré mis faltas al Señor". ¡Y tú perdonaste mi culpa y mi pecado!
Tú eres mi refugio, tú me libras del peligro y me rodeas de cánticos de liberación.
¡Alegraos, justos, y gozad con el Señor, aclamadlo los de corazón sincero!

Las lecturas de este domingo nos hablan de la bondad de Dios y de la liberación inmensa que supone el perdón.

El perdón, solo en un plano psicológico, tiene una tremenda fuerza sanadora. El perdón limpia, libera, deshace los nudos interiores, desata la alegría y devuelve las ganas de vivir. Pero, para vivir una experiencia verdaderamente liberadora y gozosa del perdón son necesarias al menos dos cosas.

La primera es la conciencia de pecado. Hoy día se tiende a eliminar todo trazo moral de nuestra cultura; por tanto, dicen muchos, no hay pecado, sólo hay ignorancia. O bien: el pecado es una forma de atadura que nos impone la Iglesia para dominarnos. Quienes así hablan olvidan que la naturaleza humana es consciente, es sensible y posee un sentido natural de lo moral, de lo que es bueno, verdadero y bello. Y por eso una mente despierta en seguida sabe si ha obrado bien o mal y siente el peso de la culpa cuando es responsable de algún daño.

«Yo reconocí mi pecado, no escondí mi culpa», reza el salmo. La persona que reconoce sus males, la que no tiene doblez, está ya en camino de poder recibir el perdón y liberarse. El problema es cuando queremos tapar nuestros fallos y pretendemos engañarnos a nosotros mismos y a los demás con excusas o con máscaras de bondad y conveniencia. Tal vez podremos ocultar nuestros pecados, pero nunca podremos liberarnos de la culpa, y ésta nos devorará por dentro.

Y la segunda cosa es aceptar la bondad de quien nos perdona. Quizás aún conservamos el miedo a un Dios severo y juez. Pero la Biblia nos recuerda una y otra vez que Dios no es así. Nuestro Dios es compasivo, siempre tiene la mano tendida para perdonar. Y a quien está sinceramente arrepentido jamás le tiene en cuenta sus males y lo vuelve a amar. La imagen del padre del hijo pródigo es su vivo retrato. Decía un gran teólogo que Dios es tremendamente olvidadizo. No recuerda nuestros pecados para echárnoslos en cara. No conserva una memoria de agravios, no los apunta en una lista. Para Él, lo que importa es el corazón abierto, dispuesto a dar y recibir amor.

El salmo sigue desgranando en sus versos el gozo desbordante de quien se siente perdonado. «Me rodeas de cánticos de liberación». Es liberado quien se sabe y se siente amado. Es libre quien acepta el amor y quiere amar. Y quien es amado exulta y se regocija. El arrepentimiento sincero es el primer paso: el perdón es una fiesta.

Piedad, oh Dios, hemos pecado