27 de enero de 2012

No endurezcáis el corazón

Salmo 94

Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: no endurezcáis el corazón.

Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándole con cantos.
Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía.
Ojalá escuchéis su voz: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”.

Qué fácil es creer en Dios cuando las cosas van bien, cuando la vida nos sonríe y todo parece marchar sobre ruedas. En cambio, cuando nos abruman los problemas y nos sentimos acosados por todas partes, la fe flaquea y es entonces cuando clamamos: ¿Dónde está Dios?
Este clamor es lo que el salmo llama “poner a prueba a Dios”. Parece que bajo el nubarrón de las dificultades olvidamos rápidamente que por encima luce siempre el sol; que una tempestad no puede borrar cientos de días de luz; que un bache no es todo el camino. Muchos dicen que “Dios nos pone a prueba”, como si fuera un amo autoritario que quiere castigar o jugar con la capacidad de resistencia de sus criaturas. ¡Qué lejos del Dios de Jesús, del Dios misericordioso que el Evangelio nos va desvelando!
La dureza del corazón va a menudo acompañada de la estrechez de mente. Si pusiéramos en una balanza lo que Dios nos da a un lado y las dificultades que sufrimos al otro, nos daríamos cuenta de que el fiel siempre se inclina del lado de Dios. Solamente la vida, el don de existir, pesa muchísimo más que todo el resto. Poder respirar, hablar, moverse; poder amar a alguien, poder recibir afecto, estos dones son tan inmensos que no deberíamos dejar que los golpes de la vida nos hicieran olvidarlos. O incluso despreciarlos. Lo mejor que tenemos lo hemos recibido gratis, sin merecerlo. Quizás por eso, porque estamos tan acostumbrados, ya no sabemos valorarlo. Hemos dejado de asombrarnos ante el milagro de estar vivos y despertarnos cada mañana. El universo creado ha dejado de maravillarnos. La otra persona, la que tengo ahí, cerca, ha dejado de conmovernos. Ahí está la dureza de corazón, que se enquista y se pertrecha en la rutina y el hastío.
Por eso el salmista clama: “No endurezcáis vuestro corazón”. El corazón tierno es siempre joven, vibra y se admira. Sabe leer en los acontecimientos de la historia y sabe descubrir, detrás de cada día, la mano amorosa del Dios – Roca que nos sostiene y nos salva. El corazón vivo palpita y se desborda en alabanzas.

21 de enero de 2012

Señor, enséñame tus caminos

Salmo 24
Señor, enséñame tus caminos.
Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador, y todo el día te estoy esperando.
Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas; no te acuerdes de los pecados ni de las maldades de mi juventud; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor.
El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes.

El camino como símbolo de la vida es una imagen muy frecuente en la literatura y en el lenguaje espiritual. Este camino tiene un inicio, nuestro nacimiento, y en él vamos con un equipaje que es nuestra herencia: genética, familiar, histórica, la educación que hemos recibido… Pero, aunque el inicio y el bagaje son algo que no elegimos, en el momento en que alcanzamos nuestro uso de razón somos muy libres para decidir hacia dónde debemos ir.
¿Hacia dónde voy? Es una pregunta filosófica que toda persona se hace en algún momento de su vida. Decidir nuestro destino se convierte en una cuestión crucial. Para muchos, esa meta, decidir hacia dónde dirigir sus pasos, es un dilema, un motivo de angustia, de interrogantes y dudas.
Durante mucho tiempo, en Occidente se ha fomentado una contraposición entre los conceptos de enseñanza y libertad. Tras siglos de obediencia a las autoridades civiles y religiosas —la Edad Media—, el Renacimiento y la Ilustración auparon la idea del hombre libre, autónomo e independiente. Obedecer, escuchar, ser aconsejado, han tendido a verse como sinónimos de esclavitud y control de la conciencia. Se pasó de un extremo a otro.
Es importante superar esta dialéctica estéril y comprender que la libertad humana no es un valor absoluto, desenraizado de la realidad de cada día y de las relaciones con los demás. Un hombre libre no es un hombre “suelto”, solo,  sin raíces y sin referentes. La libertad también se forja, y esto implica dejarse enseñar, guiar y aconsejar. De hecho, todo lo que somos, sabemos y tenemos es algo que hemos recibido de otros. Nuestra vida misma, el don primero y más preciado, es algo que no hemos elegido. Con todo esto, y nuestra voluntad, podemos ir dilucidando, poco a poco, el camino que queremos seguir.
El salmista subraya la importancia que tiene para el hombre su referente divino. Su relación con Dios es fundamental para andar el camino. En estos versos del salmo se expresan dos necesidades fundamentales del ser humano y una actitud.
La primera es el hambre de verdad. El hombre ansía ser enseñado: “Instrúyeme en tus sendas”, y espera a Dios.
En segundo lugar, el hombre expresa su necesidad de un amor incondicional, que no tenga en cuenta sus fallos: “no te acuerdes de mis pecados […] Acuérdate de mí con misericordia”. Ya hemos comentado otras veces el significado de la palabra “misericordia”, ese atributo tan de Dios, como amor entrañable, maternal, que se conmueve ante su criatura. El hombre tiene verdadera necesidad de sentirse amado así. Y el amor de Dios es, efectivamente, como el de una madre. Todo lo perdona, su ternura lo supera todo.
Hambre de verdad, hambre de amor: el salmista expone así sus anhelos ante el Señor. Y Dios, cómo no, está dispuesto a dar generosamente. Pero aún falta algo, y es la actitud receptiva de la persona. ¿Quién recibirá esa enseñanza, quién podrá acoger tanto amor? El hombre humilde, el pecador, dice el salmo. Y en esto se aproxima mucho al mensaje de Jesús, tan cercano a los pecadores y a los rechazados por la sociedad. El hombre que no se cree grande, que no se cree dios, el que reconoce sus carencias y debilidades, está preparado para abrirse y recibir la sabiduría que solo Dios, con su Amor infinito, puede darle.

13 de enero de 2012

Aquí estoy para hacer tu voluntad

Salmo 39
Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito; me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios.
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas y, en cambio, me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio, entonces yo digo: “Aquí estoy”.
Como está escrito en mi libro, “para hacer tu voluntad”. Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en mis entrañas.
He proclamado tu salvación ante la gran asamblea; no he cerrado los labios. Señor, tú lo sabes.

Este salmo expresa con maravillosa exactitud la vivencia mística de alguien que se ha sentido amado y llamado por Dios. Los versos nos relatan una progresión, que no es otra que el camino de todo hombre, de toda mujer, que tiene hambre de infinito y de plenitud.
“Yo esperaba con ansia…” El hombre es un buscador. Su hambre se convierte en grito, y ese grito de anhelo es el primer canto a Dios. Quererlo es ya creer en él.
“Tú no pides sacrificios…” ¡Este es nuestro Dios! Bien alejado de los ídolos míticos que exigen sudor, sangre y oro. Dios rechaza los cultos antiguos y los rituales expiatorios. No será esto lo que nos acerque a él. ¿Qué podemos ofrecerle? El salmista nos da la respuesta con abrumadora sencillez: “…entonces yo digo: Aquí estoy”.
Aquí estoy. Palabras simples, breves y tremendas. Esta es la única respuesta que cabe dar ante la magnificencia de Dios. ¿Qué podemos ofrecer al que lo tiene todo, porque todo lo ha creado? Solo a nosotros mismos. Entregarse: esa es la mejor ofrenda y el mejor sacrificio.
Y esa entrega no es solo de palabra. Tampoco se queda en un mero sentimiento de bienestar y goce íntimo. Entregarse es darse en cuerpo, alma, mente y corazón. Se entrega quien es capaz de decir: “para hacer tu voluntad”. Con cuánta ligereza pronunciamos esta frase, y cuánto nos rebelamos internamente cuando caemos en la cuenta de lo que significa. O nos resignamos... ¡hágase tu voluntad! O nos enfadamos. ¿Acaso Dios quiere que le obedezcamos sumisamente, quitándonos nuestro criterio y nuestra libertad?
El poeta continúa: “Dios mío, lo quiero y llevo tu ley en mis entrañas”. Esta frase hiere por su apasionamiento. Solo quien ama profundamente es capaz de pronunciarla con sinceridad. Cuando hay tanto amor, la voluntad del uno es la del otro —“el Padre y yo somos uno”, dirá Jesús—. Lo único que me importa es que el otro sea feliz, y poder amarle; y la máxima felicidad del otro es, a su vez, amarme a mí y hacerme feliz. La voluntad de Dios es mi gozo. Mi voluntad es la suya. Llevo su ley —la ley es el amor, nos recordará también Jesús— grabada a fuego en mi interior.
Sí, el amor marca, el amor vincula, el amor une. Y esa unión no destruye, sino que engrandece y da una alegría inmarcesible.
Finalmente, después del encuentro y la unión, llega el momento de dar un paso más: la misión. No podemos guardar para nosotros aquello que hemos recibido tan generosamente. Quien se siente tan intensamente amado, no puede hacer menos que comunicarlo: esta es la primera misión del apóstol… y de todo cristiano: “He proclamado tu salvación […] No he cerrado los labios. Tú, Señor, lo sabes”.

7 de enero de 2012

La voz del Señor es magnífica


Salmo 28, 1a y 2.3ac-4.3b y 9b-10
El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, postraos ante el Señor en el atrio sagrado.
La voz del Señor sobre las aguas, el Señor sobre las aguas torrenciales. La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica.
El Dios de la gloria ha tronado. En su templo un grito unánime: «¡Gloria!» El Señor se sienta por encima del aguacero, el Señor se sienta como rey eterno.

El agua, engendradora de vida y de muerte, vasta, inmensa y transparente, es un elemento que aparece en multitud de ocasiones en la Biblia. El agua es símbolo de vida, de potencia, de destrucción y también de purificación. El agua, que lava y sacia la sed, es también signo de la fuerza de Dios.
No en vano el rito del bautismo se realiza con el gesto de verter agua sobre el bautizando; con ese baño se da un renacer a otra vida, nueva y trascendida.
Ya en el Génesis se nos dice que, al principio de la Creación, el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas. Pero, más tarde, las aguas del diluvio inundaron el mundo y trajeron consigo la devastación. Sin embargo, no marcaron un final, sino el inicio de otra era de reconciliación con el Creador.  En todo momento, las escrituras nos hablan de Dios con respeto, reconociendo en él un poder más grande que las fuerzas de la naturaleza. Por eso, este salmo de alabanza exalta la potencia de Dios por encima de las aguas. «El Señor de la gloria ha tronado», «se sienta por encima del aguacero, como rey eterno».
Sí, Dios es grande y su inmensidad nos puede resultar temible. Pero acabamos de salir de las fiestas de Navidad, donde hemos conocido otro rostro de Dios: el Dios pequeño, humilde, niño. El Dios que se deja tomar y acariciar. El Dios que no truena ni retumba, sino que susurra al oído. El que, como dice el estribillo del salmo, nos bendice con la paz. 
¿De dónde nos viene esta paz? No del miedo, pero tampoco del olvido inconsciente. Nuestra fe nos habla de un Dios que es más que el universo, pero que, a la vez, se introduce en los recovecos más pequeños y tiernos de nuestro mundo, arraigando en nuestro corazón. Este salmo nos habla de aquello que antiguamente se llamaba “el temor de Dios”, y que tantas veces ha sido malinterpretado o confundido. Un teólogo lo explicó muy clara y bellamente: ese temor no es pánico ni reverencia sumisa, sino la otra cara de un deseo ardiente, el ansia de nunca perder a Dios, el anhelo de no apartarnos de su lado, el querer estar siempre, y para siempre, con él. De nuestra adhesión brota ese grito de alabanza: ¡Gloria a Él!