30 de abril de 2011

Dad gracias al Señor porque es bueno

Salmo 117
Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Que lo diga la casa de Israel: eterna es su misericordia
Que lo diga la casa de Aarón: eterna es su misericordia.
Que lo digan los fieles del Señor: eterna es su misericordia.
Empujaban y empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó;
El Señor es mi fuerza y mi energía, él es mi salvación.
Escuchad: hay cantos de victoria en las tiendas de los justos.
La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente.
Éste es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo.

Continuamos cantando el salmo 117, un poema que nos habla de resurrección, de vida y de plenitud.
Meditar sobre la pasión de Jesús nos lleva inevitablemente a pensar en nuestros propios dolores y sufrimientos. Es en estos momentos cuando confiar en Dios se convierte en el báculo y el sostén que nos permite seguir más allá de nuestras propias fuerzas.
El salmo habla de los justos: en sus tiendas habrá cantos de victoria, como en el campamento de un ejército victorioso. ¿Quiénes son los justos? ¿Qué batalla acaban de librar? Los justos, en el lenguaje bíblico, son aquellos que reconocen su verdad humana, hermosa pero limitada, y la presencia amorosa de Dios, que nos ha hecho y nos sostiene. La batalla se libra cada día: contra el desánimo, la duda, el cansancio y el egoísmo. La guerra es a brazo partido con la tristeza, el miedo y la desconfianza. Nuestras fuerzas humanas son muy flacas para hacer frente a estos enemigos, siempre al acecho. Pero contamos con un aliado poderoso que solo espera una mirada nuestra, un gesto, un resquicio de corazón abierto, para combatir a nuestro lado y darnos la victoria.
Y es una victoria gozosa, en la que nosotros apenas hemos puesto más que un alma confiada. Para Dios, esto ya es mucho, él hace el resto.
El evangelio de hoy nos habla de la felicidad de aquellos que llegan a creer sin ver. La fe es un acto de valor, pues nos habla de confiar y creer, aún sin tener pruebas palpables. La fe no se da en plena luz, sino cuando todavía la penumbra nos envuelve y los enemigos empujan y empujan para abatirnos, como dice el salmo. La luz llegará después.
También nos habla el evangelio de crédulos e incrédulos. Parece que la posición incrédula sea hoy la más valorada, la más inteligente, la propia de gente sensata, razonable, que piensa. Los crédulos son la gente simple y emocionalmente frágil, que necesita “agarrarse a un clavo ardiendo”, como se suele decir. Quizás los creyentes somos esas piedras que los arquitectos y muchos intelectuales de nuestra sociedad desechan o miran con desdén. Pobres ilusos. A los ojos de Dios, todo cambia.
“La piedra desechada pasa a ser piedra angular”. También Jesús fue piedra rehusada en su tiempo, acusado de farsante, crucificado como un malhechor. Y hoy sigue siéndolo. Cuántas acusaciones, interpretaciones sesgadas, falsas imágenes y atributos distorsionados recibe su persona.
Pero, ¿qué hace Dios con esa piedra vapuleada?
Jesús resucitó. Rompiendo esquemas y barreras, hasta el muro más infranqueable, el de la muerte. Comenzó una nueva vida, plena y duradera. Nosotros tampoco quedaremos olvidados. La compasión de Dios y su amor entrañable duran para siempre, y estamos muy presentes en su corazón. 

23 de abril de 2011

¡Aleluya, Aleluya!

Salmo 117
Este es el día en que actuó el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo. ¡Aleluya, Aleluya!
Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Que lo diga la casa de Israel: eterna es su misericordia.
La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa.
No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor.
La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente.

Resulta asombroso ver cómo los salmos y las escrituras hebreas, aún escritas siglos antes de Cristo, parecen aludir directamente a su vida y a sus obras. Y es porque toda escritura viva, inspirada en una experiencia mística y religiosa, acaba siendo símbolo de vivencias universales que toda persona puede reconocer en su propia historia.
Este es el día en que actuó el Señor. El Dios de Jesús, nuestro Dios, no es un ser omnipotente pero alejado de la humanidad. No se limita a crear el mundo y a dejarlo abandonado a su suerte: actúa, y actúa a favor de los hombres. Tiene la iniciativa, y es una iniciativa movida por su misericordia.
Misericordia es una palabra que vale la pena comprender. En su significado original, es la capacidad de conmoverse hasta las entrañas, con ese afecto profundo que sienten las madres por sus hijos. Dios se conmueve y, derrochando amor, actúa a favor nuestro.
Muchas personas asocian la idea de Dios a poder, a fuerza, a dominio, a creación. Pero los salmos, como el mismo Jesús, nos revelan un Dios que, por encima de todo, es amor y es Vida. Dios ama nuestra vida y la quiere plena, hermosa, intensa, llena de sentido. Quien se abre a su acción, recibe este regalo.
La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Se han hecho muchas interpretaciones de esta frase. Para muchos, expresa la preferencia de Dios por los pequeños, por los humildes, por los pobres de espíritu que son capaces de comprender y aceptar su amor. También se ha leído como símbolo de Pedro y los apóstoles: hombres sencillos y comunes, sin ningún valor destacable, son elegidos para fundar la Iglesia.  Existe aún otra lectura: esa piedra desechada es el mismo Cristo, rechazado por su pueblo, condenado a muerte, crucificado. Jesús estaba condenado al olvido. Pero no fue así. Tras la resurrección, su presencia traspasa el mundo, su rostro será amado y su nombre jamás será olvidado. Esta frase explica también el designio y el modo de hacer de Dios: el mundo rechaza a los profetas. Los poderosos condenan al hombre justo. El mal quiere enseñorearse de las gentes. Dios responde. El justo, condenado y muerto, resucita y funda una comunidad llamada a crecer y a desafiar al tiempo.
Como destaca el Papa en su segundo libro sobre Jesús, la resurrección fue quizás una pequeña semilla, sembrada en el corazón de una comunidad insignificante. Pero el Reino de los cielos comienza así, como el grano de mostaza, diminuto y enterrado, que de pronto germina y hace brotar una planta hermosa que crece hasta convertirse en árbol. En lo pequeño está la grandeza. El que se humilla, será enaltecido. El pobre será rico y heredero de un reino. Estas son las paradojas de este reino, que ya se anuncia en las bienaventuranzas y que comienza a florecer al pie de la cruz.
Dios actúa en nuestra historia, y este es un mensaje que debemos guardar en el corazón. Cuando Él entra en el mundo, toda la realidad se transforma. Pero Dios no actúa como lo hacemos las personas, tan amigas de juzgar, condenar y segar cizaña. A merced del solo poder humano, vemos como el mundo va a la deriva y parecen prevalecer el mal y la destrucción. El mismo Dios, hecho hombre, aunque podría ejercer su poder, renuncia a él y se deja matar antes que albergar hacia nadie el más mínimo odio y la menor violencia. Muere, sí. Es desechado como inservible. ¡Cuántas veces oímos decir, en ciertos ambientes, que Dios es una invención innecesaria hoy! ¡Cuántas veces Dios es rechazado como piedra inútil en nuestra civilización actual!
Pero en la dinámica de Dios, lo inservible pasa a ser piedra angular y fundamento. El amor auténtico, ¡tan despreciado y rehusado como inútil, impotente e innecesario!, resulta ser más fuerte que la misma muerte. La resurrección, que preludia este salmo, nos muestra cómo la victoria final es del amor.

16 de abril de 2011

Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Salmo 21

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre, si tanto lo quiere.»
Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos.
Se reparten mi ropa, echan a suertes mi túnica. Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme.
Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Fieles del Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo; temedlo, linaje de Israel.

Clavado en la cruz, Jesús recita las palabras de este salmo, palabras del hombre sufriente, acosado y golpeado por sus enemigos. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Es el clamor de muchas personas que sufren hoy; es quizás también nuestro clamor cuando las dificultades nos aprietan y no vemos una salida. Sentirse abandonado por Dios es la soledad más profunda, más hiriente y completa. Jesús, tan humano como nosotros, no fue ajeno a este dolor. Un dolor que va más allá de lo físico y lo emocional. Es el sufrimiento espiritual, el zarpazo del abismo, la amenaza del vacío.
Días después de su entrada triunfal en Jerusalén, ahora vemos a Jesús abatido y vencido. Su misión puede parecer una derrota. Los versos del salmo reproducen cuanto le sucede: lo cercan, lo arrestan, le taladran pies y manos, se reparten su ropa. No sólo lo atacan a él, sino que lo despojan de todo cuanto tiene y de su dignidad. La burla y el reparto de ropas expresan muy bien esa crueldad absurda que se mofa del vencido, que se ensaña sobre el hombre caído. 
Y, sin embargo, el salmo acaba con una alabanza a Dios. ¿Cómo es posible?
Jesús también venció esa última estocada del mal: la tentación de desesperarse, de dejar de creer. En la misma cruz, su súplica angustiada con las palabras del Salmo es al mismo tiempo señal de que sigue confiando en su Padre. ¿Cómo podría clamar a Él, si no creyera que le escucha?
Cuando somos capaces de confiar en Dios hasta el extremo, hasta las circunstancias más difíciles y penosas, entenderemos estos versos dramáticos y la escena de Jesús, muriendo en cruz. Entenderemos que hemos de pasar por una muerte para resucitar. Esa muerte se traducirá en cambios profundos en nuestra vida, incluso cambios en nuestra forma de ser y de pensar. Mantener la fe a toda prueba nos templa como el fuego. Y nos hace personas nuevas, más libres, más vivas. Resucitadas.
Estos días de Semana Santa nos invitan a descubrir el sentido oculto del dolor y a buscar la curación de toda herida humana, corporal y espiritual. Encontraremos la respuesta en el amor y en la entrega sin límites, un amor como sólo Dios puede darnos. El amor que nos mostró Jesús.

6 de abril de 2011

Ansía mi alma al Señor


Salmo 129

En el Señor está la misericordia, la redención abundante.

Desde lo profundo te invoco, ¡oh, Yahvé! 

Oye, Señor, mi voz, estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica.

Si guardas los delitos, Señor, ¿quién podrá subsistir? Pero tú eres compasivo y así infundes respeto.

Yo espero en Yahvé, mi alma espera en su palabra. Ansía mi alma al Señor, más que el centinela la aurora.

 Aguarda Israel a Yahvé, porque con Él está la piedad y en Él la redención abundante. Él redimirá a Israel de todas sus iniquidades.

El pueblo de Israel poseía un penetrante sentido ético. A diferencia de otros pueblos, cuya moral dependía de las leyes dictadas por los mandatarios o de los sentimientos personales, más subjetivos, el pueblo judío tenía un referente claro: la misericordia y la justicia de Dios. En su escala de valores había unos pilares sagrados: la adoración a un solo Dios, el respeto absoluto por la vida y la honestidad hacia los semejantes, proyectada en el amor familiar, en la piedad hacia los más débiles, en la honradez y la veracidad. Toda acción era juzgada buena o mala no sólo por el hecho en sí, sino por las intenciones, por la limpieza de corazón de la persona.

¡Y es tan difícil mantener el corazón siempre limpio! De ahí que el sentido de pecado, de haber obrado mal, también fuera muy frecuente en quien sabía mirar con lucidez su propia vida.

Muchos psicoanalistas y filósofos sostienen que el sentido de culpa derivado de esta moral es dañino y causa neurosis y toda clase de perturbaciones mentales y emocionales. Pero el pueblo de Israel, a la vez que la exigencia moral, tenía muy clara otra cosa: la inmensa piedad y misericordia de Dios. Este salmo, con frases muy expresivas, clama a Dios. Es un grito del hombre sediento que busca su presencia, porque sabe que él mismo no será capaz de enderezar su vida, y que necesita un amor y un perdón incondicional muy grandes, que nadie le puede dar, más que Dios.

“Como el centinela aguarda la aurora…” Podemos imaginar el cansancio y el deseo del guardián que espera a que los primeros rayos de sol asomen por el horizonte. Entonces llegará la luz, se desvanecerán las tinieblas, los miedos, la tensión de la alerta continua… Y llegará el momento del dulce descanso. Con esta bella imagen describe el salmista el hambre de Dios que tiene el ser humano abrumado por sus faltas, angustiado por su incapacidad por mejorar su vida, por perdonar y perdonarse a sí mismo, por levantarse y empezar de nuevo.

Muchos pensadores modernos difunden la idea de que la “salvación” está dentro de cada cual, y de que no necesitamos ningún Dios ni ninguna religión que nos otorgue la paz interior. Todo cuanto anhelamos está dentro de nosotros mismos, no hace falta buscar más allá. ¡Qué poco conocen, o qué poco quieren reconocer nuestra miseria y limitación humana! Pues siendo capaces de importantes logros y hazañas, también somos fácilmente arrastrados por los impulsos más egoístas y mezquinos. Las personas necesitamos un amor mucho más grande que nosotros mismos para sostenernos y encontrar alivio. Y ese amor, lleno de comprensión, infinito en su generosidad, está solo en Dios. Quienes han experimentado su cercanía y su bondad pueden comprender perfectamente y hacer suyas las palabras de este salmo.

2 de abril de 2011

El Señor es mi pastor

Salmo 22
El Señor es mi pastor, nada me falta.
El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas, repara mis fuerzas.
Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan.
Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término.

Las palabras de este salmo nos resultan muy familiares. Es, quizás, el más recitado y cantado de todos. Lo solemos escuchar en funerales, pero también en ocasiones más alegres y festivas. Es una oración de confianza total en Dios.
El salmo toma imágenes del antiguo testamento propias de los reyes, y las asocia a Dios. Así, en Israel un rey era considerado pastor del pueblo, guía y protector. El rey era ungido con aceite —y aquí el ungido no es Dios, sino el hombre que confía en él. La vara y el cayado son a la vez símbolo de realeza y de defensa, de protección.
Nos fortalece saber que Dios está ahí, cercano, como presencia amorosa que vela por nosotros. Sin embargo, buena parte de nuestra sociedad moderna, descreída, ha visto en esta fe un consuelo para mentes simples, o una invención para sentirse amparado por una seguridad ficticia. Además, la idea de que alguien nos “pastoree” es rechazada. El hombre maduro debe ser libre y autónomo, nadie tiene por qué guiarlo a ningún sitio: él mismo es su propio guía y director.
Sólo quien se deja guiar y confía en Aquel que le ama sabe cuán ciertas son las palabras del salmo. También hay que tener valor para confiar. Y confiar en Dios supone confiar en las personas que pone en tu camino, aquellas que sin interés alguno solo desean tu bien.
A veces los caminos de Dios parecen arriesgados; no son rectas fáciles que atraviesan llanuras, sino veredas que ascienden montañas escarpadas. La vida, para quien quiere vivirla con autenticidad, no es siempre un mar plácido. Pero cuando se escucha y se cuenta con Dios, todo se puede superar. Con él, somos capaces de todo. “Todo lo puedo en Aquel en quien confío”, decía San Pablo. Y no sólo nos hacemos fuertes, sino que Dios, que nos ama, nos guía hacia lo que verdaderamente nos hace crecer, desplegar nuestro potencial, hacia lo que nos hace felices. A veces hemos de reconocer que él sabe mejor a dónde llevarnos. ¡Tan sólo necesitamos fiarnos!

Piedad, oh Dios, hemos pecado