26 de marzo de 2011

No endurezcáis el corazón

Salmo 94

Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: no endurezcáis el corazón.

Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándole con cantos.
Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía.
Ojalá escuchéis su voz: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”.

Qué fácil es creer en Dios cuando las cosas van bien, cuando la vida nos sonríe y todo parece marchar sobre ruedas. En cambio, cuando nos abruman los problemas y nos sentimos acosados por todas partes, la fe flaquea y es entonces cuando clamamos: ¿Dónde está Dios?
Este clamor es lo que el salmo llama “poner a prueba a Dios”. En el Exodo, el pueblo judío muestra esta actitud. Olvida que fue liberado, sacado de Egipto, ante la sed que lo angustia durante la travesía del desierto. Parece que bajo el nubarrón de las dificultades olvidemos rápidamente que por encima luce siempre el sol; que una tempestad no puede borrar cientos de días de luz; que un bache no es todo el camino. Muchos dicen que “Dios nos pone a prueba”, como si fuera un amo autoritario que quiere castigar o jugar con la capacidad de resistencia de sus criaturas. ¡Qué lejos del Dios de Jesús, del Dios misericordioso que la Biblia nos va desvelando!
La dureza del corazón va a menudo acompañada de la estrechez de mente. Si pusiéramos en una balanza lo que Dios nos da a un lado y las dificultades que sufrimos al otro, nos daríamos cuenta de que el fiel siempre se inclina del lado de Dios. Solamente la vida, el don de existir, pesa muchísimo más que todo el resto. Poder respirar, hablar, moverse; poder amar a alguien, poder recibir afecto, estos dones son tan inmensos que no deberíamos dejar que los golpes de la vida nos hicieran olvidarlos. O incluso despreciarlos. Lo mejor que tenemos lo hemos recibido gratis, sin merecerlo. Quizás por eso, porque estamos tan acostumbrados, ya no sabemos valorarlo. Hemos dejado de asombrarnos ante el milagro de estar vivos y despertarnos cada mañana. El universo creado ha dejado de maravillarnos. La otra persona, la que tengo ahí, cerca, ha dejado de conmovernos. Ahí está la dureza de corazón, que se enquista y se pertrecha en la rutina y el hastío.
Por eso el salmista clama: “No endurezcáis vuestro corazón”. El corazón tierno es siempre joven, vibra y se admira. Sabe leer en los acontecimientos de la historia y sabe descubrir, detrás de cada día, la mano amorosa de ese Dios – Roca que nos sostiene y nos salva. Saca fuerzas de flaqueza y quiere seguir adelante. El corazón vivo palpita y se desborda en alabanzas.

19 de marzo de 2011

Que tu misericordia venga sobre nosotros

Salmo 32
Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.
Que la palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales; él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra.
Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre.
Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.

Este domingo nos encontramos con un salmo de súplica esperanzada. Al tiempo que rogamos a Dios que tenga misericordia, cantamos las bondades que disfrutan aquellos que confían en él: sus vidas serán libradas de la muerte, serán reanimados en tiempos de hambre; Dios será su auxilio y su escudo…
Podemos leer literalmente el salmo y reconocer que, realmente, Dios cuida de nosotros, nos protege y no deja que nunca nos falte lo más necesario. Pero, además de defendernos de todo mal, como rezamos en el Padrenuestro, Dios nos da algo más.
Nos da la vida, y no una vida cualquiera, sino una vida eterna, que ya en la tierra comienza a ser plena e intensa, llena de sentido.
Sacia nuestra hambre, no de comida, sino de infinito, de amor sin límites, de aquello que nada humano puede satisfacer. Dios es el único que puede cubrir ese abismo sediento que es nuestra alma.
Cuando flaqueamos, abrumados por dificultades materiales o por problemas que afectan nuestro estado anímico, él también nos reconforta. No hay mejor psiquiatra que Dios, que nos cura con su amor y nos da la paz de su regazo.
Y con esta imagen guerrera, el salmista concluye: Dios es nuestro auxilio y nuestro escudo. Agarrándonos a él, no nos hundiremos, y nadie podrá hacernos daño. Al menos, no podrá matar lo más valioso que tenemos: nuestro espíritu y nuestra libertad, confiadas en Sus manos.
Esta frase tan recurrente en los salmos también deberíamos meditarla: “la misericordia del Señor llena toda la tierra”. Esto quiere decir que nunca confiaremos lo bastante en Él: siempre nos da más. Su amor es inagotable, no se acaba, no se cansa, no se restringe. Jamás nos faltará, si se lo pedimos. Misericordia es una palabra latina que traduce una expresión hebrea muy tierna: se refiere al amor entrañable que siente una madre contemplando a sus retoños. Significa que el corazón de Dios se conmueve: nada de lo que nos sucede le es indiferente. ¡Hablémosle con sinceridad!

12 de marzo de 2011

Misericordia, Señor, hemos pecado

Salmo 50
Misericordia, Señor, hemos pecado.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado.
Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado; contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Señor, me abrirás los labios y mi boca proclamará tu alabanza.

Hablar de pecado hoy está mal visto. Las filosofías ateas lo presentan como un invento moral para reprimir nuestros impulsos más genuinos y controlar nuestras mentes. Sin embargo, el sentimiento de culpa, de haber obrado mal, existe. Y permanece por mucho que se niegue el valor de la moral cristiana.
Toda persona, además de cuerpo y mente, tiene lo que llamamos conciencia. Es el sentido del bien y del mal, común a todas las culturas del mundo. Entre una y otra civilización puede haber valores y criterios diferentes. Pero hay ciertos aspectos en los que todas las culturas y religiones coinciden y están de acuerdo. El bien existe, y el mal también. Pecado es toda actitud deliberada que daña al hombre y sus relaciones, ya sea con los demás, consigo mismo, con el mundo y con Dios. El pecado, fruto perverso de la libertad, hiere la humanidad y mutila el alma. ¿Es innata la conciencia? Si no se desarrolla, queda latente en la persona y es entonces cuando decimos que alguien no tiene escrúpulos. Pero si se educa y se cultiva, con respeto, esta conciencia es la que nos permite andar por la vida con unos principios éticos, favoreciendo una convivencia armoniosa y madurando nuestra humanidad.
David compuso este salmo en un momento de dolor, cuando fue consciente del mal que había causado poseyendo a la mujer de Urías y enviando a éste a morir, al frente de sus tropas. Pasada la ofuscación del deseo, David comprendió el alcance de su pecado y lloró amargamente. Los versos del salmo son palabras de un hombre contrito y apenado, abrumado por el peso de la culpa. Y en ellos vemos un sincero anhelo de luz, de limpieza interior, de perdón.
Notemos que la Biblia identifica con frecuencia el perdón con la salvación. También actuaba así Jesús cuando curaba a los enfermos. El perdón es liberación, es hacer borrón y cuenta nueva, ¡y nadie como Dios para olvidar y animarnos a empezar de nuevo! El perdón es también fuerza espiritual. Vemos que David pide un espíritu firme, santo, renovado. El pecado muchas veces es consecuencia de un alma débil, frágil y víctima de mil tentaciones. Por eso, en la oración, bueno es pedir a Dios que nos dé vigor espiritual para vencerlas. Confiemos en Él. En esta Cuaresma, leer su palabra es alimento que nos puede ayudar en esta lucha.
Finalmente, el perdón trae alegría. "Devuélveme la alegría de tu salvación", dice David. Saberse amado y perdonado por Dios no sólo nos sana por dentro, sino que nos llena de alborozo. Tanto, que nos impulsa a elevar un cántico de alabanza. De la pena por la culpa, los versos del salmo nos llevan a la alegría del perdón y la reconciliación con el Amor que nos sostiene siempre.

5 de marzo de 2011

Sé la roca de mi refugio, Señor

Salmo 30
Sé la roca de mi refugio, Señor
A ti, Señor, me acojo; no quede yo nunca defraudado; tú, que eres justo, ponme a salvo, inclina tu oído hacia mí; ven aprisa a librarme.
Sé la roca de mi refugio, un baluarte donde me salve, tú que eres mi roca y mi baluarte; por tu nombre dirígeme y guíame.
Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, sálvame por tu misericordia. Sed fuertes y valientes de corazón, los que esperáis en el Señor.

Es hermoso pronunciar las palabras de este salmo en momentos de duda, inquietud y temor. Es reconfortante saber que Dios nos sostiene siempre, como roca firme. Él nos ampara, nos protege y nos cuida. Nos infunde el valor que, muchas veces, nos falta.
Una de las críticas más frecuentes a la fe y a los creyentes es ese viejo argumento de que la religión no es más que una muleta, un soporte psicológico, un analgésico emocional para personas con psiquismo débil o impresionable. El concepto de religión “aspirina”, o muleta espiritual, está muy extendido. A éste se le contrapone la idea del hombre libre, autosuficiente, lleno de sí mismo, que se basta y que no necesita de un Dios que lo apoye y lo socorra. La desnuda intemperie del ateo se presenta como una opción valiente, razonable y mucho más madura que la confianza ilimitada del hombre de fe.
¿Es esto cierto? ¿Confiar solo en nosotros mismos significa la plenitud y la madurez espiritual del ser humano? Si miramos hacia nuestra propia vida con realismo, veremos que en nuestro interior laten deseos, pasiones,  sentimientos y proyectos quizás muy bellos, pero también descubriremos nuestra innegable y rotunda fragilidad. Ansiamos mucho más de lo que nuestro pequeño mundo interior puede ofrecernos. Nosotros no somos el infinito. No somos Dios. Pero, en cambio, nuestro corazón tiene sed de Él. San Agustín lo experimentó y lo plasmó como pocos en sus Confesiones. Nuestra realidad más profunda es ésta: somos pequeñas conchas que anhelamos llenarnos del mar entero.
Por eso el hombre realista y abierto a la trascendencia sabe que puede confiar muy poco en sus solas fuerzas y recurre a Dios. Nuestro espíritu reposa en él, pues su existencia arraiga en su mismo ser. Y Dios siempre está cercano, dispuesto a derramar su amor sobre nosotros. Confiar en él nos hace intrépidos y audaces, capaces de lo que quizás nunca llegamos a soñar. Quien se abandona en sus manos, verá horizontes insospechados a lo largo de su vida. Y no se dejará hundir cuando las dificultades lo amenacen y lo zarandeen. Nuestra fuerza nos viene de Él.

Piedad, oh Dios, hemos pecado