24 de diciembre de 2011

Los confines de la tierra han contemplado...

Salmo 97
Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.
Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas.
Su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo; el Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia: se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel.
Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad.
Tocad la citara para el Señor, suenen los instrumentos: con clarines y al son de trompetas aclamad al Rey y Señor.

Hoy nos encontramos con este salmo que resuena con tonos épicos de himno triunfante. La forma del salmo expresa la grandeza de Dios, su belleza, su poder.
Pero hay un fondo que va más allá de la imagen del Dios victorioso, poderoso y favorecedor de un pueblo escogido.
¿Cuáles son las cualidades de este Dios? La misericordia y la fidelidad. No se habla de violencia, ni de poderío, ni de terror. Dios extiende su ley, que no es tiranía, sino amor entrañable —misericodia— y apoyo incansable y leal —fidelidad— al ser humano.
Dios no es nuestro enemigo, ni una fabulación para dominar las conciencias, como tantos pensadores han proclamado. Dios es nuestro mejor aliado, aquel que no sólo nos protege y nos cuida, sino que nos hace crecer y desplegar todo nuestro potencial. La justicia de Dios no consiste en elegir, separar y condenar, sino en perdonar y acoger a todos.
En Navidad, Dios se nos muestra como niño, ¿hay algo más tierno, más frágil, más indefenso, que pueda despertar nuestro amor? Este hacerse pequeño, humano, amable, es la maravilla de Dios. Y la victoria de Dios es la gloria y la plenitud del hombre.
Aunque este salmo sea un himno de Israel, en sus versos ya se atisba la universalidad de Dios. “Aclama al Señor, tierra entera”. No será un solo pueblo, ni una pequeña porción del planeta, la favorecida por Dios. La salvación es para todos. El amor de Dios llega hasta los confines de la tierra. Allá donde palpite un alma humana, Dios hará llegar la oferta generosa de su amor.

16 de diciembre de 2011

Cantaré eternamente las misericordias del Señor

Salmo 88
Cantaré eternamente las misericordias del Señor.
Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades.
Porque dije: «tu misericordia es un edificio eterno, más que el cielo has afianzado tu fidelidad».
Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David mi siervo: «Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades.»
Él me invocará: «Tú eres mi padre, mi Dios, mi Roca salvadora.» Le mantendré eternamente mi favor, y mi alianza con él será estable.

En este salmo, que el poeta quiso dedicar a la Casa de David, podemos destacar dos aspectos que también aplican a los cristianos de hoy: la fidelidad de Dios y la alianza con él.
El salmista escribe en un contexto histórico de apogeo del pueblo judío: su monarquía se consolida, David levanta su capital, Jerusalén, y quiere erigir un templo al Señor. La fórmula de la alianza o el pacto es un recurso muy utilizado por los autores bíblicos para expresar esa fidelidad de Dios hacia su pueblo. Aquí, se centra en David y su linaje.
Y se trata de un pacto muy peculiar, pues el único que se compromete, en él, es Dios. Dios promete incondicionalmente su protección, su misericordia y su favor a David y a su estirpe, para siempre.  
A la luz de la venida de Cristo, la lectura del salmo va mucho más allá de un pacto “político” entre Dios y una dinastía real. La casa de David, su descendencia, culmina en Jesús. Y, a partir de él, el pacto de Dios se extenderá no solo al pueblo judío, sino a toda la humanidad. Todos los hombres y mujeres del mundo serán los elegidos de Dios.
Frente al moderno agnosticismo, que cuestiona la existencia de Dios apoyándose en su pretendido abandono del mundo, los salmos ven la mano amorosa del creador presente en la historia. Si nosotros aprendemos a dilucidar esa fidelidad de Dios en nuestra historia personal, en cada acontecimiento de nuestra vida, veremos cómo todo adquiere un sentido. Y descubriremos que Dios ha estado a nuestro lado siempre, en el dolor y en las alegrías, en las dificultades y en la prosperidad.
Por otra parte, al igual que sucede con la Casa de David, el pacto de Dios es muy desigual, muy desproporcionado. Porque Dios se compromete a amarnos, a cuidarnos y a sernos fiel, independientemente de lo que hagamos nosotros, ¡así respeta nuestra libertad! No nos pide nada a cambio. Tan solo nos hace falta abrirnos a su amor. Así es Dios, desmesurado y magnificente en su generosidad. ¿Cómo no cantar eternamente sus misericordias?

10 de diciembre de 2011

Se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador

Lc 1, 46‑48. 49‑50. 53‑54
Se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador.
Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel su siervo, acordándose de la misericordia.
El cántico que leemos hoy no es un salmo, sino el Magníficat que entona María cuando se encuentra con su prima Isabel. Dos mujeres, amadas por Dios, desbordan de alegría y pueden compartir su gozo porque ambas saben que, en sus vientres, crecen dos hombres que cambiarán el mundo.
Ambas han sentido en su propia piel el milagro. Ambas han palpado que “el Señor hace en ellas maravillas”. Isabel, en su ancianidad, concebirá al que Jesús llamará el mayor de los profetas. María, en su virginidad, concibe al mismo Dios hecho humano en sus entrañas.
Son muchos los autores que señalan que el himno de María es revolucionario. Y más aún si lo situamos en su contexto, en la Palestina de hace mil años, en el pueblo judío, superviviente de guerras, invasiones, exilios y esclavitudes. Más aún si tenemos en cuenta que quien lo pronuncia es una mujer, que en aquella época tenía una condición marginal, sin voz ni autoridad alguna entre sus gentes.
Es revolucionario, recogiendo la tradición profética de Israel: el salmo subraya la predilección de Dios por los pobres y los humildes y el castigo que sufrirán los poderosos y los ricos. Teológicamente hablando, todavía es más rompedor: Dios, que es todopoderoso, que es infinitamente grande, se viene a fijar en la más pequeña de sus criaturas: una sencilla muchacha de una aldea insignificante. Podría elegir venir al mundo envuelto en gloria y majestad, obrando milagros prodigiosos, pero elige venir como un niño más, como un bebé humilde en el seno de una familia modesta. Su primera casa será el vientre de una mujer.
Aún podemos profundizar más en este verso: A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Dios conoce todas las hambres humanas. Hay un hambre aún más punzante que la del pan, y es el hambre de Dios. El humilde reconoce esta hambre, abre su alma, se abre a Dios y puede ser saciado. Quien confía su vida en manos de Dios verá cómo todo cuanto le sucede, incluso las dificultades que se le presenten, todo lo encamina al crecimiento, a la plenitud, a la riqueza espiritual.
Quien se cree autosuficiente, quien vive acomodado en sus certezas y en sus riquezas materiales y piensa que Dios es sobrante e innecesario, ese será despedido vacío. Porque nada podrá calmar su hambre interior, por mucho que la oculte y quiera rellenar sus huecos con miles de cosas. Al final, se encontrará con la peor de las pobrezas, que es la soledad interior.
El cántico de María es justamente lo contrario: es la voz exultante de una mujer que se siente llena de Dios, una de las oraciones más hermosas que podemos pronunciar cada uno de nosotros, en acción de gracias.

3 de diciembre de 2011

Muéstranos, Señor tu misericordia

Salmo 84

Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.
Voy a escuchar lo que dice el Señor; “Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos”.
La salvación está cerca de sus fieles, y la gloria habitará en nuestra tierra.
La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra y la justicia mira desde el cielo.
El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto. La justicia marchará ante él, la salvación seguirá sus pasos.

Las palabras justicia y misericordia, junto con salvación y fidelidad, son cuatro conceptos que se repiten, una y otra vez, en los salmos. Podríamos decir que son valores fundamentales del pueblo judío. Pero podemos hacerlos extensivos a toda la humanidad.
Para el hombre autosuficiente que entiende la libertad como independencia y autonomía total, de lo divino y lo humano, quizás estas palabras resulten incómodas y le chirríen. Misericordia suena a compasión. ¿De qué tiene Dios que compadecernos? ¿No es una forma de hacernos sentir inferiores y desvalidos para, subliminalmente, dominarnos? La justicia es una palabra talismán, hoy y en todos los tiempos, pero su significado varía según épocas y contextos, y uno se pregunta si no estará en boca de todos porque, precisamente, es algo que falta, y mucho, en el mundo. Salvación: otro concepto del que queremos desprendernos. El hombre ya puede salvarse a sí mismo, ¿por qué necesita ser salvado por Dios, o por alguien que venga en su nombre? Y salvado, ¿de qué? En cuanto a la fidelidad… ¡qué mal se entiende! Si hasta parece que hoy lo que se valora y se aplaude es justamente lo contrario. Aunque, en el fondo de nuestro corazón, todos ansiamos que nuestros amigos y seres queridos nos sean fieles… y quizás no lo sabemos, pero tenemos verdadera hambre de ser fieles nosotros también.
Es importante que entendamos en profundidad estos cuatro conceptos para evitar caer en malinterpretaciones desconfiadas o en distorsiones de la fe.
Los salmos, como tantos otros escritos sagrados, se pueden entender si se leen en su contexto, sabiendo la intención del que escribía. La clave para interpretarlos es simple y grande: el amor de Dios. Dios nos ama. Dios es cercano y se enternece mirándonos: esta es la misericordia, afecto entrañable de madre. Fidelidad es una cualidad inseparable del amor: el auténtico amor es para siempre, no falla. Cuando la misericordia y la fidelidad se encuentran, dice el salmo, brotan la paz y la justicia. ¡Y no al revés! Qué lección para tantas personas e instituciones que nos inquietamos por la paz en el mundo y la justicia social. Pensamos que una vez se instauren unas estructuras sociales justas y se legisle la paz, entonces la gente podrá crecer, amar y desarrollarse. Y es justamente lo contrario: sin amor, sin misericordia, sin una pasión profunda y firme por el ser humano, ni la paz ni la justicia, ni una economía solidaria, ni unos gobiernos responsables, nada de esto será posible. El amor siempre es primero.
Salvación es una palabra muy rica que no quiere decir mero rescate. Salvación, en hebreo, abarca muchas ideas: paz, alegría, salud, prosperidad. Un mundo salvado será, entonces, aquel donde las gentes vivan pacíficamente, prosperan, dispongan de todos los recursos que necesitan para tener una vida digna y abundante, donde haya alegría y creatividad, donde las personas se amen y se busque el bien de los demás. ¿Utópico? Tal vez, pero también posible. Allí donde la gente se ama, esta utopía ya es una realidad. Miles de pequeños cielos se esparcen por el mundo, quizás de forma muy discreta, escondidos, poco conocidos… Pero ahí están. Donde se deja que Dios reine, donde el hombre es “amigo de Dios”, allí hay paz y alegría.

25 de noviembre de 2011

Que brille tu rostro y nos salve

Salmo 79, 2ac y 3b. 15-16. 18-19

Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
Pastor de Israel, escucha, tú que te sientas sobre querubines, resplandece. Despierta tu poder y ven a salvarnos.
Dios de los ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó, y que tú hiciste vigorosa.
Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que tú fortaleciste. No nos alejaremos de ti: danos vida, para que invoquemos tu nombre.

En consonancia con las lecturas de hoy, iniciando el tiempo de Adviento, el salmo que leemos nos habla de Dios como Señor de la vida.
Su poder resplandece: la Creación entera, el universo, el mundo, habla de su grandeza. Los ángeles le sirven.
De su contexto cultural y literario, los salmistas a menudo tomaron imágenes bélicas para describir a Dios —Dios de los ejércitos— o bien de la vida agrícola que conocían —el señor que planta una viña y la cultiva con amor. Con estos símiles, están expresando, por un lado, que Dios no es ajeno a la vida y a la naturaleza, que son creación suya y que las sostiene y alienta. Por otro, también nos señala que Creador y obra no son una misma cosa. Por eso Dios cuida de lo que ha creado y ninguna realidad del universo palpable le es indiferente. Su mano creadora también es restauradora y protectora.
Pero la fe hebrea ya atisba esa centralidad humana que recoge el Cristianismo. El hombre es su “escogido”, el que fortaleció. El hombre es la criatura semejante a su creador, que puede hablar con él, imitarle en su impulso recreador, ayudarle a completar su obra. Es la criatura que, por encima de todo, puede amarle y también sentirse amada por Él.
«No nos alejaremos de ti: danos vida», rezan los versos del salmo. Así es. Más allá de la vida biológica, Dios nos ha dado esa otra vida plena, de la que somos conscientes y que todos en el fondo anhelamos. Esa vida que nos rescata del sinsentido y del miedo, que da un significado a nuestra existencia, la encontramos cuando nos acercamos libre y voluntariamente a Dios. Más aún, cuando le abrazamos y nos aferramos a Él. Acogerle es nuestra Navidad. Invocarle es ya una manera de invitarle y hacerle presente en nosotros.

19 de noviembre de 2011

El Señor es mi pastor

Salmo 22
El Señor es mi pastor, nada me falta.
El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas, repara mis fuerzas.
Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan.
Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término.

De nuevo nos encontramos con este salmo. Es, quizás, el más recitado y cantado de todos. Lo solemos escuchar en funerales, pero también en ocasiones más alegres y festivas. Hoy lo encontramos en la fiesta de Cristo Rey. Es una oración de confianza total en Dios.
El salmo toma imágenes del antiguo testamento propias de los reyes, y las asocia a Dios. Así, en Israel un rey era considerado pastor del pueblo, guía y protector. El rey era ungido. La vara y el cayado son a la vez símbolo de realeza y de defensa, de protección.
Nos fortalece saber que Dios está ahí, cercano, como presencia amorosa que vela por nosotros. Sin embargo, buena parte de nuestra sociedad moderna, descreída, ha visto en esta fe un consuelo para mentes simples, o una invención para sentirse amparado por una seguridad ficticia. Además, la idea de que alguien nos “pastoree” es rechazada. El hombre maduro debe ser libre y autónomo, nadie tiene por qué guiarlo a ningún sitio: él mismo es su propio guía y director.
Sólo quien se deja guiar y confía en Aquel que le ama sabe cuán ciertas son las palabras del salmo. También hay que tener valor para confiar. Y confiar en Dios supone confiar en las personas que pone en tu camino, aquellas que sin interés alguno solo desean tu bien.
A veces los caminos de Dios parecen arriesgados; no son rectas fáciles que atraviesan llanuras, sino veredas que ascienden montañas escarpadas. La vida, para quien quiere vivirla con autenticidad, no es siempre un mar plácido. Pero cuando se escucha y se cuenta con Dios, todo se puede superar. Con él, somos capaces de todo. “Todo lo puedo en Aquel en quien confío”, decía San Pablo. Y no sólo nos hacemos fuertes, sino que Dios, que nos ama, nos guía hacia lo que verdaderamente nos hace crecer, desplegar nuestro potencial, hacia lo que nos hace felices. A veces hemos de reconocer que él sabe mejor a dónde llevarnos. ¡Tan sólo necesitamos fiarnos!

12 de noviembre de 2011

Dichoso el que teme al Señor

Salmo 127, 1-2.3. 4-5. 6
Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien.
Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa;
tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa.
Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión, que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida.

Este es un salmo de alabanza. Hay en él una loanza doble: a Dios, que reparte sus bendiciones y que vela por nosotros “todos los días de nuestra vida”, y al justo que sigue los caminos del Señor. A través de imágenes sencillas y expresivas, el salmista nos muestra qué dones recibe el que “teme al Señor”: son aquellos que todo hombre de aquella época podría considerar los mayores bienes: una esposa fecunda, un hogar próspero, hijos sanos y hermosos, salud y una descendencia numerosa. Hoy, tantos siglos después, también podríamos decir que este es el sueño de muchísimas personas: formar una familia, gozar de bienestar económico, y vivir una vida larga y pacífica, junto a los seres queridos.
Pero, ¿quién puede conseguir esta felicidad? ¿Quién es el que teme al Señor y sigue sus caminos? En lenguaje de hoy, no podemos comprender que haya que tener miedo de un Dios que es amor. Pero esa falta de temor tampoco nos ha de llevar al olvido y al descuido. Dios nos ama, pero también nos enseña. Nos muestra, a través de la Iglesia y especialmente a través de su Hijo, Jesús, cuál es el camino para alcanzar una vida digna, llena de bondad. Lo que hemos de temer es olvidarnos de él, ignorarlo, vivir a sus espaldas. ¡Ay de nosotros si apartamos a Dios de nuestra vida! Caeremos en la oscuridad y en el desconcierto, y comenzaremos a vagar a la deriva. Perderemos la paz, la armonía familiar y hasta los bienes materiales, tarde o temprano.
Los antiguos ya indagaron sobre qué debía hacer el hombre que buscaba una vida sana, dichosa y en paz. Los filósofos clásicos llegaron a la conclusión de que se podía alcanzar mediante la honradez y la práctica de las virtudes. También los israelitas creían que mediante el culto a Dios y el cumplimiento de sus mandatos, que no dejan de ser prácticas cívicas y virtuosas, podrían alcanzarla. Los cristianos, hoy, tenemos un camino aún más claro y directo: Jesús. Ya no se trata de aprender leyes o de leer muchos libros, sino de conocer, amar e imitar al que amó generosamente, hasta el extremo, y aprender a amar como él lo hizo. Ese es nuestro auténtico camino.
Por eso este salmo, además de alabanza, es un recordatorio. Dios cuida de nosotros siempre, cada día que pasa. Y nos muestra el camino hacia la “vida buena”, la que todos anhelamos en lo más profundo de nuestro ser, la que merece ser vivida.

5 de noviembre de 2011

Mi alma está sedienta

Salmo 62
Mi alma está sedienta de ti, Señor Dios mío.
Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua.
¡Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria! Tu gracia vale más que la vida, te alabarán mis labios.
Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote. Me saciaré como de enjundia y manteca, y mis labios te alabarán jubilosos.
En el lecho me acuerdo de ti, porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo.

Sólo quien ama intensamente y se sabe amado puede pronunciar con sinceridad las palabras de este salmo. “Mi alma está sedienta de ti” expresa una necesidad profunda, acuciante, tan honda como la sed física, tan dolorosa, incluso, como el hambre. El salmista aún añade: “mi carne tiene ansia de ti”. El deseo de Dios, de plenitud, de trascendencia, es tan ferviente como el deseo amoroso.
Este cántico nos habla de un amor que quizás nos parece muy alejado de los parámetros de nuestro mundo moderno. Hoy escuchamos que el amor va y viene, que nada dura para siempre; pero también oímos decir que la gente tiene hambre de afecto, de cariño, de reconocimiento. Y vemos cuántas enfermedades del alma nos aquejan e intentamos vanamente paliar con medicinas, frenesí, ruido, compras y divertimentos que, al final, sólo consiguen dejarnos exhaustos y más vacíos. La falta de amor nos enferma.
El salmista habla de una sed que siempre aquejará al ser humano porque estamos hechos así. Tenemos un pozo interior que sólo puede llenarse de algo inmenso y eterno. Ojalá todos sintiéramos ese deseo dentro y lo reconociéramos. Porque el hombre sediento que está vivo busca la fuente que lo sacie y no duda en emprender el camino. Es cierto que el mundo le ofrecerá muchas falsas bebidas, falsos alimentos y bálsamos engañosos para satisfacer su hambre infinita. Pero si el alma está despierta, la sed persistirá y le empujará a continuar buscando. Hasta que, en algún momento, la misma fuente que persigue le saldrá al camino.
Cuando Dios entra en nuestra vida el alma, árida como tierra reseca, renace. Dios nos sacia, y nos vuelve a saciar, y jamás se cansa de regalarnos sus dones. La vida penetrada por Dios experimenta tal cambio, que la respuesta estalla forma de alabanzas: “Toda mi vida te bendeciré”, “a la sombra de tus alas canto con júbilo”. Si realmente estamos saciados de Dios, eso ha de notarse en una vida llena, activa, pacífica y profundamente alegre.
La unión con Dios no es algo reservado a “los santos y los místicos”. Todos los cristianos —en realidad, todos los seres humanos— estamos llamados a vivir esta experiencia de amor íntimo que nos arraiga en la tierra y nos permite crecer hacia el cielo.

29 de octubre de 2011

Guarda mi alma en la paz

Salmo 130
Guarda mi alma en la paz junto a ti, Señor.
Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad.
Sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre.
Espere Israel en el Señor ahora y por siempre.

Si la paternidad ha sido tradicionalmente una imagen para describir a Dios, la maternidad no lo es menos. El Dios de Israel, que Jesús nos reveló como “papá”, cercano y bueno, es también maternal. Su amor es comparable a la ternura con que una madre mira a su pequeño, acurrucado en su regazo. Pero aún es mucho mayor.
Y así es como el salmo describe la paz. La paz interior, que tantos ansiamos, no se encuentra en las técnicas respiratorias ni ascéticas, ni en hundirse en nuestro abismo interno, ni en apartarse del mundo y buscar el mero silencio exterior. La paz está en dejarse mecer por ese amor tan grande que nos envuelve, como el de una madre.
“Guarda mi alma en la paz junto a ti, Señor”. Es a la vera de Dios, al calor de su regazo, donde hallamos la paz. Allí encontramos el amor incondicional que ansía nuestro espíritu hambriento. Allí encontramos el perdón, la comprensión, la alegría.
El evangelio de hoy nos recuerda que de nada sirve ser arrogante y querer ocupar el primer puesto. Aspirar a ser el primero es fuente de angustia y de guerra, interior y exterior. Es muy humano tener ambiciones, querer crecer, desarrollarse, aprender más, tener más, hacer más… Pero el hambre del alma es insaciable y solo se alivia cuando nos topamos con Dios. Buscar sustitutos es abocarnos a una carrera sin fin y a un combate sin tregua, con nosotros mismos y con los demás.
Debería bastarnos con recibir tanto amor de Dios y acogerlo. Sabernos amados sin límites no solo nos da paz, sino la lucidez necesaria para vernos tal como somos y ser auténticamente humildes, es decir, realistas.

Ese amor de Dios “acalla y modera” nuestros deseos. Porque, ¿qué son todos los bienes del mundo, todos los poderes, todas las experiencias, al lado de esa certeza de sabernos amados, infinitamente, desde antes de nuestro primer latido hasta más allá de la muerte?

21 de octubre de 2011

Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza

Salmo 17
Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza.
Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi liberador.
Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte.
Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre de mis enemigos.
Viva el Señor, bendita sea mi Roca, sea ensalzado mi Dios y Salvador.
Tú diste gran victoria a tu rey, tuviste misericordia de tu Ungido.

Cuántas veces se ha acusado al Cristianismo de ser una religión de débiles, un consuelo barato, un remedio para someter a los espíritus inseguros, cargándoles de miedo y de culpa. Ciertamente, para los creyentes, la fe en Dios es un consuelo, una fuente de fortaleza y de energía que nos anima en las horas más bajas.
Pero los versos de este salmo no reflejan miedo ni estrechez de corazón. Al contrario, exultan de alegría porque quien canta se siente fuerte, seguro, protegido y bendecido. Sobre todo, se siente amado.
El cantor del salmo reconoce la pequeñez humana. Quien pronuncia estos versos hace suya aquella frase de San Pablo: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta.” Con Dios, el más débil y quebradizo se hace fuerte. Dios es una auténtica fortaleza, un baluarte, una roca que no falla.
A lo largo de la historia, y con el vertiginoso progreso técnico y científico que ha experimentado Occidente, los humanos nos hemos creído poderosos e invencibles. Liberarse de Dios era un paso más en la emancipación y madurez de la especie humana. Ya no necesitamos una fortaleza ni un escudo protector. Nos bastamos a nosotros mismos.
Los avatares de la historia y el existencialismo nos han mostrado, sin embargo, que la vida desarraigada de Dios se convierte en un absurdo abismal. Sin el apoyo de esa Roca somos hojas secas llevadas por el viento. Y el vacío y el azar nunca podrá saciar nuestra hambre de plenitud.
Volver a Dios, buscar su refugio, no es crearse un consuelo artificial. Sentirse amparado en Dios es la experiencia del que abre su corazón, su mente y su espíritu, y regresa a su verdadero hogar del hombre, el corazón del Padre. Quien recupera esas raíces profundas del ser, anclado en Dios, experimenta la protección, la bendición, y se ve imbuido de una fuerza que, paradójicamente, supera en mucho sus capacidades humanas, limitadas.
Las palabras de este salmo son una bella oración para pronunciar cada día, o cuando nos sentimos acosados por el miedo o las dificultades. ¡No desfallezcamos! Tenemos un Defensor al que nada, ni nadie, puede abatir.

15 de octubre de 2011

Aclamad la gloria y el poder del Señor

Salmo 95

Aclamad la gloria y el poder del Señor.

Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, toda la tierra; contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones.
Porque es grande el Señor, y muy digno en alabanza, más temible que todos los dioses, pues los dioses de los gentiles son apariencia, mientras que el Señor ha hecho el cielo.
Familias de los pueblos, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, entrad en sus atrios trayéndole ofrendas.
Postraos ante el Señor en el atrio sagrado, tiemble en su presencia la tierra toda. Decid a los pueblos: «El Señor es rey, él gobierna a los pueblos rectamente.»

Las lecturas de este domingo nos llevan a una reflexión sobre la realeza, el poder y la grandeza humana y divina. En el evangelio, Jesús pronuncia esa frase rotunda, vigente en el paso del tiempo: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
En este salmo se ve reflejada una honda convicción de los antiguos israelitas: el único rey, el único digno de alabanza, de gloria y adoración, es Dios. Él está por encima de reyes y de otros dioses —que son sólo “apariencia”—. Él es el único señor ante quien el hombre debe hincar su rodilla.
Muchos autores advierten una veta subversiva en el judaísmo, que se trasladó al cristianismo. Ambas religiones cuestionan el poder humano y su alcance, relativizan la autoridad de los reyes y los dirigentes terrenales y se remiten a un último poder: el de Dios.
En realidad, esto nos lleva a una visión realista y profunda de la condición humana: el salmista ataca la deificación, la apoteosis, el auto engrandecimiento de aquellos gobernantes y líderes que se divinizan a sí mismos y creen que el ser humano no tiene límites. 
Sin desatender nuestros deberes civiles, el salmo y el evangelio de hoy nos exhortan a no olvidar que, por encima de todo, está Dios. Y él “gobierna a los pueblos rectamente”. Desde la visión cristiana, podríamos decir que cuando las sociedades se rigen por la ley de Dios, que es el amor, entonces se pueden dar unas condiciones de justicia y de paz que favorecen el desarrollo de la persona. No se trata de que las instituciones religiosas interfieran en el gobierno, sino de que éste tenga en cuenta sus límites, respete la libertad sagrada de cada cual y fomente aquellos valores que contribuyen a la dignidad y a la plenitud de toda persona, sin distinción.

8 de octubre de 2011

 Salmo 22
El Señor es mi pastor, nada me falta.
El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas, repara mis fuerzas.
Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan.
Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término.

Para el pueblo de Israel, de origen nómada, la imagen de un pastor es muy expresiva: el pastor cuida de las ovejas, las lleva a buenos pastos, las defiende del peligro y ellas están seguras. Es una imagen que asociaron a Dios y, posteriormente, a sus reyes y gobernantes.
El pastoreo de Dios no es una autoridad opresiva, sino un cuidado amoroso. Estamos muy lejos de esa imagen arcaica y oscurantista de la religión, que ve la fe como un instrumento de represión que se vale del miedo. Al contrario, la fe en Dios nos da coraje, ánimo, alegría. Dice el salmista que la bondad y misericordia acompañan al que se deja guiar por él, todos los días de su vida.
Habitar en la casa del Señor es otra imagen hermosa y entrañable: no se trata de una mansión física, sino del mismo corazón de Dios. Habitar en su casa es vivir en su presencia, caminar bajo su mirada, contar con él en todo momento. “Casa” denota hogar, calidez, familiaridad. El Dios que Israel fue descubriendo a lo largo de su historia no era un ídolo lejano, caprichoso e insensible a las necesidades humanas. Era el Dios compasivo, amable y bueno, cuya imagen se aproximaba mucho al Dios Padre de Jesús de Nazaret.
Recitar los versos de este salmo con calma, conscientes de cuanto dicen, nos aporta paz interior, serenidad y valor. Dios nos guía hacia lo que realmente anhelamos. Como decía un sacerdote, ¿cuándo nos convenceremos de que Dios está empeñado, mucho más que nosotros, en que seamos felices?
Dejémonos guiar por él. Confiemos en él. Y la copa de nuestra vida rebosará.

29 de septiembre de 2011

La viña del Señor

Salmo 79
La viña del Señor es la casa de Israel.
Sacaste una vid de Egipto, expulsaste a los gentiles, y la trasplantaste. Extendió sus sarmientos hasta el mar, y sus brotes hasta el Gran Río.
¿Por qué has derribado su cerca para que la saqueen los viandantes, la pisoteen los jabalíes y se la coman las alimañas?
Dios de los ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó, y que tú hiciste vigorosa.
No nos alejaremos de ti: danos vida, para que invoquemos tu nombre. Señor, Dios de los ejércitos, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.

La lectura de este salmo nos trae una serie de vigorosas imágenes simbólicas. Los mismos versos nos dan la clave del contexto histórico del pueblo de Israel cuando el salmista compuso este cántico. La vid es el pueblo elegido. Dios lo libera de la esclavitud, sacándolo de Egipto, y lo conduce hasta la Tierra Prometida. Allí, continúa el salmo, esta vid —el pueblo— se extiende, desde el Gran Río, el Jordán, hasta el mar.
Pero, ¿qué sucede años más tarde? Israel, tras un breve periodo de monarquía, ve cómo su reino sucumbe ante los invasores extranjeros. Su tierra es arrasada, Jerusalén destruida, sus habitantes deportados a Babilonia, cautivos. El salmo expresa el dolor del pueblo que, tras vivir el gozo de la promesa cumplida, experimenta luego la pérdida de todo aquello que recibió.
La viña saqueada es una imagen de la destrucción causada por la guerra y la invasión. Y el pueblo se pregunta el porqué. ¿Qué ha ocasionado tal devastación?
Los autores bíblicos buscaron explicaciones a cuanto les sucedía. Y  achacaron sus calamidades a la corrupción moral y al alejamiento de Dios. Hoy, podríamos reflexionar si buena parte de los problemas que afligen al mundo no son justamente causados por la falta de escrúpulos de muchas personas y su total indiferencia hacia Dios. Porque el rechazo a Dios conlleva, muy a menudo, el desprecio del hombre.
Pero a diferencia de hoy, en que muchos, incluso cristianos, pierden la fe o dudan de Dios, los israelitas jamás renegaron de su Señor. El salmo, que primero nos muestra una imagen desoladora del pueblo, continúa con estas invocaciones fervientes: Dios de los ejércitos, vuélvete,  restáuranos, sálvanos. Que tu rostro brille para nosotros, no nos des la espalda. A las peticiones, se añade una promesa de lealtad: “no nos alejaremos de ti”.
Aún podemos ahondar más en estos versos del salmo. Si los leemos a la luz del evangelio veremos que su significado es mucho más dramático e intenso. La viña puede ser imagen del mundo entero, y también de la Iglesia. Nacida como una pequeña vid, superando toda clase de obstáculos, se ha extendido por el mundo. Y, sin embargo, miramos a nuestro alrededor y vemos dolor, conflictos, muerte y violencia. En las mismas instituciones religiosas se libran auténticas guerras internas. ¿Por qué Dios permite esto? La respuesta la encontraremos en el evangelio de hoy, donde Jesús recoge el tema de este salmo para explicar una parábola tremenda: la del amo de la viña, los viñadores y su hijo. Dios no abandona su viña: tanto la ama, que envía a su propio Hijo a cuidarla. Pero son los viñadores —nosotros, los humanos—, los que traicionan la confianza de su señor, la devastan y matan al Hijo. Hoy, muchos ignoran, pisotean la Iglesia y quisieran matar a Dios.
¿Qué hacer? Muchos buscamos respuestas y soluciones. Quizás la primera, y la mejor respuesta, se encuentre implícita en los versos de este salmo. Necesitamos a Dios. Necesitamos su cercanía, su rostro brillando para nosotros. Necesitamos contar con Él. En realidad, Dios nunca ha querido alejarse. Somos nosotros quienes necesitamos abrir nuestro corazón, nuestra mente, nuestro espíritu, y caminar con Él. Nos salvará una profunda y sincera conversión.

24 de septiembre de 2011

Recuerda, Señor, que tu misericordia es eterna

Salmo 24, 4bc-5. 6-7. 8-9
Recuerda, Señor, que tu misericordia es eterna.
Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador, y todo el día te estoy esperando.
Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas; no te acuerdes de los pecados ni de las maldades de mi juventud; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor.
El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes.

De nuevo nos encontramos en este salmo con esa petición constante que apela a la misericordia de Dios. Todos nosotros, en algún momento de nuestra vida, necesitamos comprensión y compasión. Necesitamos que alguien nos perdone y olvide —olvide de verdad— nuestros errores y nos dé la oportunidad de empezar de nuevo.
Esta misericordia, esta capacidad inagotable para perdonar y olvidar, es propia de Dios. Porque los humanos, ¡somos tan rencorosos! En nuestro afán de justicia, no hacemos más que llevar las cuentas del mal, de los demás y a veces también del propio. Y así vivimos abrumados por la culpa. Presumimos de ser justos, y en realidad somos jueces implacables y castigadores.
Dios es justo de otra manera. Su justicia es esta magnanimidad asombrosa que a veces nos sorprende y nos cuesta de creer. Su rectitud es bondad, es comprensión con nosotros, es perdón total de nuestras faltas. Como decía un teólogo,  Dios es tremendamente olvidadizo.
Pero Dios no sólo nos limpia del mal cometido. No sólo es compasivo, sino que también es maestro. Nos enseña, de la mejor manera posible: acompañándonos en nuestro camino, mostrándonos cómo es él para que aprendamos a actuar a imitación suya. Los humanos no somos todopoderosos, como Dios, pero sí podemos semejarnos a nuestro Padre en el amor y en la compasión. Él nos ha dado un alma grande, capaz de hacerlo.
Finalmente, el salmo nos habla de la humildad. La verdadera humildad que, como decía santa Teresa, es la verdad. La verdad sobre nosotros mismos, la realidad de nuestro ser y nuestras circunstancias. Quien es humilde sabe ver sus límites y sus alcances. Y coloca las cosas en su justo lugar. Quien es humilde tiene el espíritu dócil y abierto y puede dejarse enseñar, guiar y amar. Está preparado para que Dios entre en su vida y camine a su lado.

17 de septiembre de 2011

Cerca está el Señor de los que le invocan

Salmo 144
Cerca está el Señor de los que le invocan.
Día tras día te bendeciré y alabaré tu nombre por siempre jamás. Grande es el Señor, merece toda alabanza, es incalculable su grandeza.
El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas.
El Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor de todos los que le invocan, de los que lo invocan sinceramente.

De nuevo los versos del salmo 144 nos recuerdan algo que muchas veces olvidamos. Y es que ese Dios en el que creemos, ese Dios grande, todopoderoso, inalcanzable en su misterio, es también un ser cercano.
Nuestro Dios no es una energía temible y grandiosa, una fuerza cósmica o una imagen ficticia para expresar lo inefable. Es eso y mucho más. Pero, al mismo tiempo, Dios es alguien. Alguien a quien podemos hablar. Incluso podemos discutir, quejarnos, pelearnos con él. Es alguien que, no lo dudemos, nos ama y está esperando, como un amante mendigo, nuestro amor.
Ese Dios inabarcable y a la vez próximo es nuestro Dios: el que nos reveló Jesús. Ya los antiguos hebreos intuían que la misericordia y la bondad eran más propias de él que la cólera y la arrogancia, atributos muy corrientes en los dioses de otras religiones.
El salmo repite e insiste en tres verbos, que marcan el diálogo del poeta con el Señor: invocar, bendecir, alabar. Llama a Dios, porque necesita de su apoyo. Y, cuando percibe su cercanía, lleno de paz, de alegría, prorrumpe en alabanzas y bendiciones.
Qué importante es cuidar las palabras que salen de nuestra boca. Los psicólogos y los estudiosos de la conducta humana nos dicen, y está demostrado, que lo que decimos modela nuestro pensamiento y, a la larga, también nuestra vida. ¿Cuántas palabras de alabanza, de bien-decir, salen de nuestros labios? ¿Qué clase de palabras dirigimos a Dios? ¿Perdemos demasiado tiempo en hablar mal, en criticar, o en maltratarnos a nosotros mismos y a los demás con nuestra lengua viperina? No nos extrañe, si es así, que nuestras vidas se arrastren entre la mediocridad, la frustración y el resentimiento. ¡Y estamos llamados a caminar, erguidos, con los pies en la tierra, pero con la vista puesta muy alto!
Aprendamos a usar palabras buenas: palabras de elogio, de benevolencia, de vida. Si nos cuesta, guardemos al menos silencio y aprendamos a escuchar. Una buena manera es comenzar dirigiéndonos a Dios con el corazón sincero. Quizás, abrumados por nuestros problemas, nuestra primera plegaria sea quejumbrosa y amarga. Pero a medida que experimentemos su cercanía y nuestros ojos vayan viendo con mayor claridad —con la claridad del alma— nos percataremos de su enorme ternura y amor, de su escucha, de su presencia. Y, poco a poco, las bendiciones llenarán nuestra boca. Ojalá aprendamos a vivir una vida marcada por esas palabras de bendición y a alabanza. 

10 de septiembre de 2011

El Señor es compasivo

Salmo 102, 1-2. 3-4. 9-10. 11-12.

El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira, rico en clemencia.
Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios.
Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura.
El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas.
Como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles.

Este es uno de los salmos más leídos y conocidos. Nos presenta uno de los mayores atributos de Dios: compasivo, misericordioso, lento a la ira, rico en clemencia.
A la hora de explicar estas cualidades a los niños de la catequesis, o incluso a un oyente contemporáneo, para quien la palabra “misericordia” suena arcaica y con algunas connotaciones quizás un poco despectivas, les hablo de Dios como de una madre. Una madre cariñosa, amante, que acoge a sus niños en su seno, los mima, los acaricia y los mira con amor. Una madre siempre perdona, siempre comprende. Nunca deja de amar.
Este es, quizás, el sentido más genuino de la palabra “misericordia”, que quiere decir “de corazón tierno, que se conmueve”. Dios, como dice el salmo, siente ternura por sus fieles.
Los textos de la Biblia a menudo nos sorprenden con imágenes un tanto épicas de Dios. Nos muestran un ser grandioso y algo lejano, que asusta e impone con su poder. En cambio, en los salmos, que son plegaria, vemos a un Dios muy cercano, con el que podemos hablar y en el que podemos confiar.
Entre otras características de este Dios está la capacidad de perdonar sin límites. ¡Algo que tanto nos cuesta a los humanos! Dice el salmo que Dios “no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas”. Meditemos a fondo esta frase. ¡Dice algo inmenso! Solemos oír que “donde las dan las toman”, “quien siembra vientos, recoge tempestades”, “tal harás, tal hallarás”. Es decir, en nuestra mentalidad humana, la persona encuentra lo que se merece y recoge el fruto de su esfuerzo o de su maldad. ¡Le está bien merecido!, solemos decir, cuando nos enteramos de que alguien de conducta dudosa sufre una desgracia o un castigo.
Dios no es así. Si nos viéramos cada cual como realmente somos..., cuántas telarañas cría nuestra alma, cuántos pequeños delitos, faltas y malicias abrigamos en nuestro interior, nos daríamos cuenta de que también nosotros merecemos unas cuantas lecciones. La vida se encargará de dárnoslas, pero Dios no. Cada uno de nuestros actos tiene consecuencias, y los hombres no nos perdonarán. La justicia humana nos hará pagar hasta el último céntimo, nos recuerda Jesús. Dios no. Dios, en un acto de tremenda liberalidad, nos va a perdonar sin acordarse de una sola de nuestras faltas, abrazándonos con amor, en el mismo momento en que nos volvamos sinceramente hacia él. Como el padre del hijo pródigo, sólo espera ese pequeño gesto, ese paso de vuelta, el regreso. La fidelidad que nos pide es esta: no dejemos de volver a él. No le olvidemos. ¡Contemos con él en nuestra vida! Aceptemos su amor. Y él lo derramará sobre nosotros a manos llenas. Y nos dará la ansiada paz, porque nada hay que limpie mejor las culpas que su amor incondicional.

2 de septiembre de 2011

No endurezcáis el corazón

Salmo 94

Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: no endurezcáis el corazón.

Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándole con cantos.
Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía.
Ojalá escuchéis su voz: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”.

Qué fácil es creer en Dios cuando las cosas van bien, cuando la vida nos sonríe y todo parece marchar sobre ruedas. En cambio, cuando nos abruman los problemas y nos sentimos acosados por todas partes, la fe flaquea y es entonces cuando clamamos: ¿Dónde está Dios?
Este clamor es lo que el salmo llama “poner a prueba a Dios”. Parece que bajo el nubarrón de las dificultades olvidamos rápidamente que por encima luce siempre el sol; que una tempestad no puede borrar cientos de días de luz; que un bache no es todo el camino. Muchos dicen que “Dios nos pone a prueba”, como si fuera un amo autoritario que quiere castigar o jugar con la capacidad de resistencia de sus criaturas. ¡Qué lejos del Dios de Jesús, del Dios misericordioso que el Evangelio nos va desvelando!
La dureza del corazón va a menudo acompañada de la estrechez de mente. Si pusiéramos en una balanza lo que Dios nos da a un lado y las dificultades que sufrimos al otro, nos daríamos cuenta de que el fiel siempre se inclina del lado de Dios. Solamente la vida, el don de existir, pesa muchísimo más que todo el resto. Poder respirar, hablar, moverse; poder amar a alguien, poder recibir afecto, estos dones son tan inmensos que no deberíamos dejar que los golpes de la vida nos hicieran olvidarlos. O incluso despreciarlos. Lo mejor que tenemos lo hemos recibido gratis, sin merecerlo. Quizás por eso, porque estamos tan acostumbrados, ya no sabemos valorarlo. Hemos dejado de asombrarnos ante el milagro de estar vivos y despertarnos cada mañana. El universo creado ha dejado de maravillarnos. La otra persona, la que tengo ahí, cerca, ha dejado de conmovernos. Ahí está la dureza de corazón, que se enquista y se pertrecha en la rutina y el hastío.
Por eso el salmista clama: “No endurezcáis vuestro corazón”. El corazón tierno es siempre joven, vibra y se admira. Sabe leer en los acontecimientos de la historia y sabe descubrir, detrás de cada día, la mano amorosa de ese Dios – Roca que nos sostiene y nos salva. El corazón vivo palpita y se desborda en alabanzas.

27 de agosto de 2011

Mi alma está sedienta...

Salmo 62
Mi alma está sedienta de ti, Señor Dios mío.
Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua.
¡Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria! Tu gracia vale más que la vida, te alabarán mis labios.
Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote. Me saciaré como de enjundia y manteca, y mis labios te alabarán jubilosos.
Porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo; mi alma está unida a ti, y tu diestra me sostiene.

Sólo quien ama intensamente y se sabe amado puede pronunciar con sinceridad las palabras de este salmo. “Mi alma está sedienta de ti” expresa una necesidad profunda, acuciante, tan honda como la sed física, tan dolorosa, incluso, como el hambre. El salmista aún añade: “mi carne tiene ansia de ti”. El deseo de Dios, de plenitud, de trascendencia, es tan ferviente como el deseo amoroso.
Este cántico nos habla de un amor que quizás nos parece muy alejado de los parámetros de nuestro mundo moderno. Hoy escuchamos que el amor va y viene, que nada dura para siempre; oímos decir que la gente tiene hambre de afecto, de cariño, de reconocimiento. Y también vemos cuántas enfermedades del alma nos aquejan e intentamos vanamente paliar con medicinas, frenesí, ruido, gastos materiales y divertimentos que, al final, sólo consiguen dejarnos exhaustos y más vacíos.
El salmista habla de una sed que siempre aquejará al ser humano porque estamos hechos así, con un pozo interior que sólo puede llenarse de algo inmenso y eterno. Ojalá todos sintiéramos ese deseo dentro y lo reconociéramos. Porque el hombre sediento que está vivo busca la fuente que lo sacie, y no duda en emprender el camino. Es cierto que el mundo le ofrecerá muchas falsas bebidas, falsos alimentos y bálsamos engañosos para saciar su hambre infinita. Pero si el alma está despierta, la sed persistirá y le empujará a continuar buscando. Hasta que, en algún momento, la misma fuente que persigue le saldrá al camino.
Cuando Dios entra en nuestra vida, nuestra alma, árida como tierra reseca, renace. Dios nos sacia, y nos vuelve a saciar, y jamás se cansa de regalarnos sus dones. La vida penetrada por Dios experimenta tal cambio, que la respuesta estalla forma de alabanzas: “Toda mi vida te bendeciré”, “a la sombra de tus alas canto con júbilo”. Si realmente estamos saciados de Dios, eso ha de notarse en una vida llena, activa, pacífica y profundamente alegre.
La unión con Dios no es algo reservado a “los santos y los místicos”. Todos los cristianos —en realidad, todos los seres humanos— estamos llamados a vivir esta experiencia de amor íntimo que nos arraiga en la tierra y nos permite crecer hacia el cielo.

La piedra desechada