27 de febrero de 2010

El Señor es mi luz

Salmo 26
El Señor es mi luz y mi salvación

El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?

Escúchame, Señor, que te llamo; ten piedad, respóndeme. Oigo en mí corazón: «Buscad mi rostro.»

Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio.

Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.

Luz, fuerza, auxilio, defensa… son atributos que los salmos y las sagradas escrituras otorgan a Dios. En ellos se hace patente ese instante de clarividencia profunda en el que el hombre se conoce a sí mismo y se sabe pequeño e indigente, al tiempo que reconoce y admira la grandeza de Dios.

Son momentos que iluminan el alma y la vida, como aquel día en que los discípulos amados de Jesús lo acompañaron en su ascensión al Tabor y vieron en él la gloria de Dios. Momentos de intenso gozo, en los que el mundo se convierte en "el país de la vida".

Pero Dios no sólo es grande y luminoso: también es Padre, y nos ama y protege. El hombre sediento de amor busca “su rostro”, es decir, ansía sentir sobre él su mirada, su presencia, su calor. Toda persona necesita saberse amada, escuchada, sostenida por el amor. Detrás de muchas búsquedas humanas, diversas y a veces desesperadas, late esa búsqueda del rostro de Dios.

“El Señor es mi luz y mi salvación”. Caminar en tinieblas trae consigo el miedo. Y el miedo, la incerteza, el vacío, son los grandes enemigos que acechan nuestra vida sobre la tierra. Cuántas personas caminan desorientadas o incluso dejan de caminar, paralizadas por el temor. Vemos a nuestro alrededor mucho movimiento, trabajo, agitación frenética. Pero dentro de los corazones, ¿hay movimiento? ¿Hay cambio, hay pasión, hay una evolución? Muchas veces el trajín exterior oculta una terrible inmovilidad interior. Se nos petrifica el alma y, por mucho que hagamos cosas, en realidad hemos comenzado a morir. Necesitamos que el sol entre dentro de nosotros: el sol, que es ese rostro amoroso de Dios que nos alumbra y nos transforma.

Alguien dijo que el espíritu humano es como los girasoles. Siempre se vuelve hacia el Sol. ¡Ojalá siempre fuera así, y buscáramos la presencia de Dios en cada momento de nuestra vida! Que los nubarrones y las capas de miedo, frialdad y mentira no nos alejen de él. Porque la flor que deja de recibir la luz, tarde o temprano agoniza.

Y en los momentos de tiniebla, no perdamos el coraje. Porque toda persona también ha de conocer noches oscuras. Es en esos momentos cuando las palabras del salmo nos recuerdan: “sé valiente, ten ánimo. Espera en el Señor”.

20 de febrero de 2010

El Señor está conmigo en la tribulación

Salmo 90

Está conmigo, Señor, en la tribulación.

Tú que habitas al amparo del Altísimo, que vives a la sombra del Omnipotente, di al Señor: «Refugio mío, alcázar mío, Dios mío, confío en ti.»

No se te acercará la desgracia, ni la plaga llegará hasta tu tienda, porque a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos.

Te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra; caminarás sobre áspides y víboras, pisotearás leones y dragones.

«Se puso junto a mí: lo libraré; lo protegeré porque conoce mi nombre, me invocará y lo escucharé. Con él estaré en la tribulación, lo defenderé, lo glorificaré.»

El Señor te protege. El Señor envía sus ángeles para que te guarden. Con estas hermosas palabras del salmo el diablo se acerca a Jesús para tentarlo a arrojarse desde lo alto del templo.

¡Cuántas veces se utilizan las sagradas escrituras, fuera de contexto y manipuladas, para conseguir lo contrario de lo que pretendían! Este salmo es un himno de confianza en Dios. En cambio, el demonio utiliza sus versos para tentar a Jesús. No lo incita a confiar en Dios, sino en el poder de llamarse hijo suyo. En realidad, su proposición es un desafío, un reto al mismo Dios que lo ha creado.

Este salmo tampoco ha de leerse como si fuera un mero consuelo. No adoptemos la actitud de aquellos fariseos a los que Jesús reprendió: “no por exclamar, Señor, Señor, tenéis la salvación asegurada". Las palabras del salmo ahondan más: creer no es un seguro de vida. No invocamos a Dios para estar tranquilos y protegidos, como dice aquel refrán: nos acordamos de Santa Bárbara cundo truena. Es al revés, cuando nos arriesgamos a confiar en Él, solamente en Él y a todas, es cuando Dios nos protege y nos cuida, enviando a sus ángeles. El que vive “a la sombra del Altísimo” es la persona que ha decidido poner a Dios en el centro de su vida y de su corazón. Es la persona que confía en Él su vida, sus decisiones, su vocación, aquello que más quiere. Cuando nos abandonamos en Dios, Él responde siempre.

Y así es como caminaremos por la vida, con tantos problemas y preocupaciones como cualquiera, o quizás aún más, pero nada podrá dañarnos, porque vivimos protegidos y amados. Pisaremos áspides y dragones, tal vez nos tocará abordar situaciones muy conflictivas, incluso engañosas. ¡El demonio está listo para tender trampas a los fieles al Señor! Pero si confiamos en Él y lo tenemos presente siempre, nos librará.

13 de febrero de 2010

Dichoso el que confía en el Señor

Salmo 1
Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.
Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos; sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche.

Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin.

No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento. Porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal.


El primero de todos los salmos expresa un deseo íntimo del hombre de todos los tiempos: el anhelo de felicidad. Este salmo armoniza perfectamente con las lecturas de este sexto domingo.

Por un lado, el profeta Jeremías nos habla de dos tipos de persona: la que sólo confía en sí misma, en su fuerza y en su riqueza, y la que confía en Dios. El que deposita su fe en las cosas materiales o en sí mismo es como cardo en el desierto; el que confía en Dios es árbol bien arraigado que crece junto al agua. Son casi las mismas palabras del salmo: aquel que confía en Dios crecerá y dará buen fruto. Dios es el agua inagotable de la que beberá, y su espíritu jamás se marchitará. En cambio, el impío, aquel que no reconoce a Dios y quiere enraizar en cosas mundanas, acabará arrastrado por el viento.

El salmo también conecta con las bienaventuranzas del evangelio de este domingo. Más allá de leer las bienaventuranzas como una apología del pobre y del oprimido, hemos de ver en ellas una alabanza de los que siguen a Dios a todas; de los que dejarán a un lado su propio ego para lanzarse a anunciar la palabra de Dios, como Jesús mismo. Las bienaventuranzas son, en realidad, un retrato de Jesús y del profeta auténtico, el que habla la verdad sin miedo y, por ello, es rechazado y llora ante la incomprensión. Como consecuencia de ese rechazo, sufrirá, será despojado de sus bienes, será perseguido y difamado. Su pobreza será seguir fiel y apoyarse sólo en Dios. Estas son palabras dirigidas especialmente a los discípulos y, por tanto, a los cristianos de hoy, llamados a ser apóstoles.

Esta lectura es revolucionaria y resulta especialmente subversiva hoy, donde tanto se predica el “ámate a ti mismo”, “descúbrete a ti mismo”, “confía en ti mismo”. Nuestra sociedad occidental ha deificado al hombre y parece que todo cuanto ansía nuestro corazón está dentro de nosotros. O bien se idolatran ciertos valores, como el bienestar económico, el reconocimiento social, la fama, la ciencia y la tecnología. Se nos repite una y otra vez que es en nosotros mismos y en la amplia oferta del mundo donde podemos encontrar nuestra felicidad, y muchos caemos en la trampa de creerlo.

En cambio, pocos nos recuerdan que confiar solamente en nosotros mismos, o en tantas cosas que brillan a nuestro alrededor, es un error que nos lleva al abismo. La única tierra firme donde podemos anclar, echar raíces y crecer, desplegando todo aquello que podemos ser, es el amor: es Dios.

Quien confía en Dios por encima de todo, y quien medita y vive su ley —mi ley es el amor, ¡nos recuerda Jesús! — ese gozará de una vida plena, hermosa, profunda. Una vida que no estará exenta de dificultades ni de dolor, porque vivir con autenticidad es ir a contracorriente y nos toparemos con la burla, la oposición y la incomprensión de muchos. Incluso nuestros seres queridos o más cercanos pueden rechazarnos por querer vivir poniendo a Dios en el centro de nuestra vida. Pero la recompensa será grande… y no sólo en el más allá, sino donde comienza el cielo, aquí en la tierra.

6 de febrero de 2010

Ante los ángeles tocaré para ti, Señor

Salmo 137
Delante de los ángeles tañeré para ti, Señor.
Te doy gracias, Señor, de todo corazón; delante de los ángeles tañeré para ti, me postraré hacia tu santuario.

Daré gracias a tu nombre: por tu misericordia y tu lealtad, porque tu promesa supera a tu fama; cuando te invoqué, me escuchaste, acreciste el valor en mi alma.

Que te den gracias, Señor, los reyes de la tierra, al escuchar el oráculo de tu boca; canten los caminos del Señor, porque la gloria del Señor es grande.

Tu derecha me salva. El Señor completará sus favores conmigo: Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos.


La lectura de este salmo se incluye entre otras que nos hablan de la vocación: la del profeta Isaías y la de Pedro. En ambas lecturas, se nos relata la experiencia rotunda y transformadora del hombre que, de pronto, se ve ante Dios. Ante la grandeza del Creador, se siente pequeño, pobre, pecador e imperfecto. En ese primer choque de autoconocimiento, el ser humano cae de rodillas.

Pero, junto con la consciencia de su pequeñez, viene la admiración ante la grandeza de Dios. El reconocimiento de Dios trae una actitud de adoración y de gratitud. Gracias, gracias, gracias, repiten los versos del salmo. El hombre que se encuentra con Dios y se abre a su presencia desborda agradecimiento y no puede menos que gritar su gozo a los cuatro vientos.

Esta es la actitud del espíritu puro y libre de prejuicios. Como el niño, el hombre de alma limpia sabe ver, sabe reconocer, sabe admirarse y sabe comunicar la maravilla que ha descubierto.

Sentirse pequeño en las manos inmensas de Dios, palpitantes de amor, es quizás una de las más bellas experiencias místicas del ser humano.

Invoquemos a Dios en medio de nuestras dificultades y en aquellos momentos más bajos de ánimo. Como dice el salmo, Él supera toda promesa, toda expectativa. Dios es infinitamente mayor que nuestros problemas. Nos fortalece y nos concede el valor, la audacia, la fuerza. Nosotros somos débiles, pero Él es grande. En él, todo lo podemos.

Vivimos en una cultura que ensalza lo mediocre, lo negativo, lo absurdo e incluso lo malo. Las murmuraciones y las críticas nos envenenan. Y no hemos sido creados para esto; de ahí que a menudo andemos confundidos, desanimados, vacilantes. Dirijamos la mirada a Dios. Elevemos la vista por encima de nuestras miserias y acojámonos a su amor. Dios siempre, siempre escucha. Llenémonos de él, y podremos dar a nuestro mundo sediento algo de luz, de claridad, de agua viva. Que la gente nunca pueda decir de los cristianos que somos criticones, tristes o amargados, sino que se admire, porque desbordamos alegría y bendiciones.

Piedad, oh Dios, hemos pecado