20 de noviembre de 2010

Vamos alegres a la casa del Señor

Salmo 121

¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!
Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén.
Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor; en ella están los tribunales de justicia,
en el palacio de David.

Las palabras de este salmo nos resultan muy familiares, pues son un cántico muy conocido que tradicionalmente ha resonado en nuestras iglesias.

Es un salmo de alegría y de triunfo, que nos habla de un lugar, Jerusalén, como casa del Señor. Nos habla de justicia y, en el resto del salmo que no se lee, se habla también de la paz deseada para que reine en la ciudad y entre las gentes.

Estamos celebrando la fiesta de Cristo Rey, que se nos revela como único templo, único sacerdote, la persona que une cielo y tierra y que nos muestra el rostro de Dios. El Nuevo Testamento recoge mucho del Antiguo: el deseo de paz, de justicia, de plenitud del pueblo judío. Recoge la tradición y la veneración del pueblo hacia el templo, hacia la ciudad santa —Jerusalén significa, literalmente, la ciudad de la paz—. Todos estos anhelos se ven respondidos con la llegada de Jesús, aunque no como muchos lo esperaban.

Jesús supera la identificación de Dios con un lugar, un edificio o una ciudad. Sin dejar de encarnarse, Dios apunta hacia otra Jerusalén, la Jerusalén celestial, formada por todos los que creen. Así, cuando entonamos este cántico, estamos cantando la grandeza de nuestro Dios, Amor que desciende al mundo y nos busca. Cantamos también su justicia. Una justicia que, recordémoslo siempre, nada tiene que ver con las leyes humanas ni con nuestra mentalidad retributiva. La justicia de Dios es magnanimidad, misericordia, plenitud, gozo, don gratuito. Dios nos otorga la paz y su abundancia de bienes, no porque lo merezcamos o nos hayamos esforzado mucho, sino porque él es así: generoso sin límites, amante de sus criaturas y bueno.

¿Cómo no cantar alegres y bendecir su nombre, habiendo recibido tanto?

13 de noviembre de 2010

El Señor llega para regir los pueblos con rectitud


Salmo 97

Tañed la cítara para el Señor, suenen los instrumentos;
con clarines y al son de trompetas aclamad al Rey y Señor.
Retumbe el mar y todo cuanto contiene, la tierra y cuantos la habitan;
aplaudan los ríos, aclamen los montes al Señor, que llega para regir la tierra.
Regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud.

Los versos de este salmo nos hablan de un Dios poderoso, glorioso, de un rey que gobierna el universo entero. Toda la Creación se rinde ante él y lo aclama. Con imágenes de vigorosa belleza, el salmista nos muestra un mar rugiente que con su oleaje también alaba al Creador, un monte que aclama a su Señor, un río que canta su majestad. Y en el último verso leemos: “regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud”. Tras estas palabras, vemos cómo el pueblo judío reconoce la existencia de una ley, previa a la misma existencia humana, que todo lo rige. Es una ley que nos trasciende a los humanos, la ley de Dios que es amor y donación pura.

La ciencia en su avance nos muestra que existen unas leyes físicas que rigen el mundo de la materia y la energía. Creer en la existencia de un ser superior que todo lo ha creado es una opción de fe, pero muchos pensadores son los que apuntan que, tras el orden y la asombrosa precisión de las leyes naturales, se atisba la inteligencia y el amor del Creador. De la misma manera que el genio de un artista se refleja en su obra, en la belleza prodigiosa del universo y en sus leyes también se manifiesta la grandeza de quien lo creó.

En su consagración del templo de la Sagrada Familia, el Papa habló de cómo Gaudí había aunado la naturaleza y la revelación de Dios. Las piedras del templo recogen la maravilla del mundo creado y a la vez apuntan a una vida eterna que trasciende la materia, intentando plasmar la fuerza del espíritu. Naturaleza y divinidad se hermanan en este templo. Dios es la medida del hombre, nos dice el Papa. Un Dios cuya gloria es la plenitud de su criatura, un Dios cercano y amigo, Señor de la belleza y fuente de la belleza misma.

6 de noviembre de 2010

Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor

Salmo 16
Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.
Escucha, Señor, mi justa demanda, atiende a mi clamor; presta oído a mi plegaria, porque en mis labios no hay falsedad.
Tú me harás justicia, porque tus ojos ven lo que es recto: si examinas mi corazón y me visitas por las noches, si me pruebas al fuego,
no encontrarás malicia en mí.
Mi boca no se excedió ante los malos tratos de los hombres;
yo obedecí fielmente a tu palabra, y mis pies se mantuvieron firmes
en los caminos señalados: ¡mis pasos nunca se apartaron de tus huellas!
Yo te invoco, Dios mío, porque tú me respondes: inclina tu oído hacia mí y escucha mis palabras.
Muestra las maravillas de tu gracia, tú que salvas de los agresores a los que buscan refugio a tu derecha.
Protégeme como a la niña de tus ojos; escóndeme a la sombra de tus alas
de los malvados que me acosan, del enemigo mortal que me rodea.
Se han encerrado en su obstinación, hablan con arrogancia en los labios;
sus pasos ya me tienen cercado, se preparan para derribarme por tierra, como un león ávido de presa, como un cachorro agazapado en su guarida.
Levántate, Señor, enfréntalo, doblégalo; líbrame de los malvados con tu espada, y con tu mano, Señor, sálvame de los hombres: de los mortales que lo tienen todo en esta vida.
Llénales el vientre con tus riquezas; que sus hijos también queden hartos
y dejen el resto para los más pequeños. Pero yo, por tu justicia, contemplaré tu rostro, y al despertar, me saciaré de tu presencia.

Este salmo, compuesto por David en un momento de aprieto y soledad, puede retratar muy bien cómo nos sentimos cuando nos vemos injustamente atacados, acosados y escarnecidos.
En la vida conocemos situaciones así. Creemos haber obrado bien, nos esforzamos por ser justos y por ayudar a los demás. Nuestro corazón está lleno de buena intención, aunque a veces podamos equivocarnos. Sabemos, como dice el salmo, que “no hay malicia” en nosotros.
Y, sin embargo, cuando fallamos, el mundo nos juzga sin piedad y muchas personas se levantarán contra nosotros, criticándonos con saña. La tristeza y la ira nos invaden y es fácil que, llevados de una justa indignación, podamos cometer aún mayores equivocaciones. ¿Qué hacer?
El salmo nos muestra el camino: rezar. Desprenderse de todo amor propio. Poner ese dolor en manos de Dios: el dolor de saberse injustamente atacado, calumniado y despreciado. Es ahora cuando más cerca nos encontramos de Jesús clavado en cruz. Si él, que fue santo y justo, recibió tal muerte, ¿cómo nosotros, que no somos tan buenos y fallamos continuamente, no vamos a recibir golpes e incomprensiones? Decía santa Teresa que es entonces, cuando somos injustamente atacados, cuando deberíamos alegrarnos, porque estamos compartiendo los sufrimientos y la cruz de nuestro Señor. Recordemos las bienaventuranzas que leímos el pasado domingo. Compartir la corona de espinas con nuestro Rey, ¿no ha de ser una carga dulce que aceptaremos soportar con amor?
Jesús se abandonó en brazos del Padre. Así, el salmista busca el refugio de Dios,  “protégeme a la sombra de tus alas”. Y Dios nos ayudará y nos dará fuerzas. También hará resucitar nuestro espíritu vapuleado, si sabemos confiar en él y no ceder a la tentación de devolver mal por mal.
El salmo acaba con unos versos que debieran hacernos pensar: “Llénales el vientre con tus riquezas; que sus hijos también queden hartos
y dejen el resto para los más pequeños. Pero yo, por tu justicia, contemplaré tu rostro, y al despertar, me saciaré de tu presencia”.
Es un decir: Señor, llénales de riqueza, dales lo que quieren… ¡es una oración por el propio enemigo! Deja que tengan lo que persiguen. Incluso, que me arrebaten mis bienes, si es eso lo que ambicionan. Porque la mayor riqueza a la que yo puedo aspirar no es la gloria, ni el poder ni el oro. Aquello que sacia mi alma eres Tú. Cuántas peleas se dan en el mundo por esos falsos tesoros. Dejemos que corran tras ellos quienes, ciegos, no quieren ver más. Mi tesoro, mi riqueza, mi bien, está en Ti. Y sólo Tú bastas.

Piedad, oh Dios, hemos pecado