28 de noviembre de 2009

A ti levanto mi alma

Salmo 24

A ti, Señor, levanto mi alma.

Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador.

El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes.

Las sendas del Señor son misericordia y lealtad para los que guardan su alianza y sus mandatos. El Señor se confía con sus fieles y les da a conocer su alianza.

La analogía de la vida humana con un camino es muy propia de nuestra cultura occidental y, en concreto, de la fe cristiana. La vida es un trayecto que a veces resulta placentero y otras se convierte en un sendero escarpado y lleno de dificultades. En todo camino hay un inicio y una meta, un fin. Sabemos que echamos a andar cuando somos engendrados y, para los creyentes, la meta es regresar a los brazos de nuestro Creador. Pero, durante el recorrido, que puede ser muy largo y azaroso, necesitamos referencias y orientación.

Dios se convierte en guía, siguiendo la tradición de la fe hebrea, que ve a Dios como pastor de su pueblo. No es un dios lejano e indiferente, a quien nada le importen sus criaturas. No nos abandona, perdidos en el vasto mundo. Pero, por otra parte, también es cierto que no todos querrán seguir sus indicaciones.

¿Quiénes escuchan su voz? Los pecadores y los humildes, dice el salmo. Los que se despojan del orgullo y reconocen que Dios es más que ellos, que Dios puede más. Los que no se endiosan ni rechazan a su Creador. Hasta los que cometen errores y ofensas, si abren el corazón, podrán ser iluminados.

“Las sendas del Señor son misericordia y lealtad”. Reflexionemos sobre estas palabras. Misericordia es, literalmente, afecto entrañable, corazón tierno que se derrite de amor. Lealtad es otra gran virtud de Dios: siempre fiel, siempre está cerca, siempre atento. Dios vela como una madre sobre nosotros. Y sus “mandatos” no son otra cosa que esas orientaciones que nos guían en el camino de la vida. No son órdenes arbitrarias, sino avisos y enseñanzas.

Los antiguos judíos recordaban a menudo esta lealtad de Dios. En el salmo se repite la palabra “alianza”. Es una alianza a dos partes: Dios y el ser humano. Por la parte de Dios, el amor y la ayuda jamás fallan: Él siempre da. Por nuestra parte, la humana, tan sólo nos pedirá un alma abierta, dispuesta a recibirle y acogerle. Esta es la auténtica humildad, que no tiene nada que ver con el encogimiento y la humillación, sino con la alegría del que se sabe infinitamente amado.

En este tiempo de Adviento que comenzamos, el salmo 24 nos da palabras de esperanza. Quizás atravesamos un tramo borrascoso de nuestro camino, pero en medio de los problemas, Dios está ahí: si levantamos el alma hacia él, saldremos adelante.

21 de noviembre de 2009

El Señor reina

Salmo 92

El Señor reina, vestido de majestad.

El Señor reina, vestido de majestad, el Señor, vestido y ceñido de poder.

Así está firme el orbe y no vacila. Tu trono está firme desde siempre, y tú eres eterno.

Más potente que la voz de muchas aguas, más potente que el mar en su oleaje, más potente es el Señor en las alturas.

Tus mandatos son fieles y seguros; la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término.


Este salmo es muy acorde a la festividad que celebramos este domingo, Cristo Rey del Universo.

En él, se nos presenta a Dios como señor poderoso, rey de toda la creación, revestido de poder. El lenguaje y el tono son épicos, así como esas imágenes potentes —las aguas que rugen, las alturas del cielo. La fuerza de Dios es sobrecogedora.

¿Qué mensaje leemos aquí? Que Dios late detrás de todo el universo. Que todo cuanto existe es obra suya. Si la obra es maravillosa y admirable ¡cuánto más lo será el artista que la creó! Estos versos traducen una experiencia religiosa de asombro y veneración, muy alejada del animismo o del panteísmo, que ven divinidad en todas las cosas. La fe hebrea y la fe cristiana ven la huella de Dios en todo lo creado, pero no confunden obra con creador. La divinidad, lo sagrado, está en Él, más que en el mundo material y visible. Dios es inmutable y eterno, y su poder es esta capacidad para crear y sostener la existencia de las cosas y los seres.

Esta actitud de admiración y reconocimiento de Dios se da en la contemplación. Y de ella surge una forma de actuar y de estar en el mundo: una ética, una moral. Por eso los últimos versos del salmo ya no nos hablan de las bellezas del mundo, sino de los “mandatos” del Señor. Unos mandatos que son “fieles y seguros”, que son santos. ¿Qué significan estas palabras?

La acepción hebrea de mandato no es tanto una orden, sino una necesidad, una urgencia. Existe una ley de Dios, que nunca falla y que aporta a quienes las siguen santidad: es decir, alegría imperecedera, paz interior, libertad y nitidez de corazón. Esa ley no sigue las inercias de nuestro mundo, movido por el afán de poder y el egoísmo. Es la ley que Jesús mostró muy claramente con su vida: el poder de Jesús es el servicio, la donación, la entrega a los demás. El gran poder de Dios es su capacidad de amar sin límites. La ley, dice San Pablo, es el amor. En él yace la realeza del Señor.

14 de noviembre de 2009

Me refugio en ti

Salmo 15, 5 y 8. 9-10. 11

Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.

El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré.

Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.

Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.


Las lecturas del Antiguo Testamento y del evangelio esta semana nos hablan de grandes tribulaciones que afligen al mundo, pero también de esperanza. En tiempos de crisis y dificultades como los que vivimos, vale la pena leer con calma y profundizar en estos textos, no para caer en el alarmismo ni en el miedo, no para desanimarnos, sino para dilucidar qué nos dicen estas líneas.

Las escrituras siempre nos traen una última palabra de aliento y esperanza. El salmo 15 es una exclamación de gozo y una llamada a la paz. Con Dios a nuestro lado, nunca vacilaremos. Y Él es, no aquel Dios lejano e inalcanzable, sino nuestro “lote, nuestra heredad”: lo hemos recibido como regalo, Él mismo se nos da. No tenemos que esforzarnos por buscarlo, sino simplemente recibirlo y dejar que nos abrace y nos proteja en el calor de su regazo.

Dios sacia, Dios colma, Dios llena nuestra alma siempre hambrienta de infinito. Y es cuando experimentamos ese amor entrañable cuando sobreviene la paz. La paz interior, que tanto buscamos, no vendrá por muchas prácticas ascéticas ni seudomísticas. La paz auténtica no la construimos, sino que también nos es dada. Nos la da la certeza de ser amados. Por eso «se alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena». El salmo emplea expresiones muy carnales, muy vívidas, para reflejar esa paz que afecta no sólo a nuestra mente o a nuestros sentimientos, sino también a nuestro cuerpo, a nuestra salud.

Recordar siempre la cercanía de Dios nos da coraje y valor para afrontar cualquier dificultad: «no vacilaré». Los cristianos lo tenemos todo para superar el miedo. Nuestra fe nos ayuda a vencer los temores más grandes, incluido el temor a la muerte. Porque Dios nos ama tanto que también nos da esa inmortalidad anhelada: «no me entregarás a la muerte». No, no pereceremos definitivamente: hay en nosotros un espíritu que prevalecerá, porque está hecho de la misma sustancia que el Creador. Esta convicción también alimenta nuestra esperanza. Y quien espera, se pone manos a la obra para construir, día a día, paso a paso, un mundo mejor.

7 de noviembre de 2009

El Señor hace justicia

Salmo 145, 7. 8-9a. 9bc-10

Alaba, alma mía, al Señor.

Que mantiene su fidelidad perpetuamente, que hace justicia a los oprimidos, que da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos.

El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.

Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.


Este salmo aúna dos elementos que se dan en muchas oraciones: desde la pobreza, la necesidad o el dolor, el hombre clama a Dios. Como otros salmos, vemos aquí diversas situaciones que causan sufrimiento profundo: la opresión, el hambre, la enfermedad, el alejamiento del hogar… La viudez y la orfandad, la muerte de los seres queridos, la soledad y la pobreza.

Todas estas circunstancias se daban antiguamente y se continúan dando hoy, porque de alguna manera son compañeras inseparables de la naturaleza humana, de sus límites y a sus fragilidades. También la opresión y la injusticia son fruto de la libertad humana, mal vivida y peor utilizada. De manera que, podríamos decir, la mayoría de los males que aquejan a la humanidad son evitables o, cuando menos, podrían ser minimizados. Si tuviéramos bien presente a Dios en todo cuanto hacemos, lucharíamos contra estas lacras. Los gobernantes y los magnates económicos evitarían guerras y crisis humanitarias si se rigieran por los sólidos principios de la fe en un Dios que ama a todo ser humano, sin excepción.

En su encíclica Caritas in Veritate el Papa Benedicto XVI habla largamente de esto, apelando a la urgencia de que las sociedades humanas no renuncien jamás a su dimensión trascendente, pues sólo “Dios es garante del progreso humano”.

Sin embargo, el salmo de hoy nos habla de esperanza. Dios salva, cura, libera. Los versos son más que una promesa: están escritos en presente, Dios ya nos está amando, ya nos protege, ya nos cuida. Jamás ha dejado de hacerlo. Como el sol, que luce para santos y pecadores, derrama su bondad sobre el mundo. ¿Por qué a veces nos cuesta percibirlo? ¿Por qué nos parece que su luz se ha nublado para nosotros? Las nubes, o la sombra, no están en él, sino en las barreras que nosotros ponemos a su presencia.

El salmo dice “El Señor ama a los justos”. Esta frase da qué pensar. ¿Acaso sólo ama a los justos? ¿Qué ocurre con los injustos? ¿No es Dios misericordioso, que ama a todos? Sí, pero justamente esas palabras del salmista nos revelan que para recibir su amor también es necesaria una actitud por nuestra parte. En la medida en que nos dejemos amar, Dios intervendrá y sanará nuestra vida. Su amor no cabe en un corazón mezquino y cerrado.

¿Quiénes son los justos? El justo según la Biblia es el generoso, el de corazón grande, el que se abre, a Dios y a los demás. El justo es el que da, aún de lo que le falta o anda escaso, como la viuda de Sarepta que socorrió a Elías o como la viuda del óbolo que Jesús alabó en el templo de Jerusalén. Estas dos mujeres son imágenes espléndidas de los justos. Porque son magnánimos, Dios podrá amarlos y colmarlos de bendiciones.

La piedra desechada