26 de septiembre de 2009

Salmo 18 – Los mandatos del Señor alegran el corazón

Sal 18, 8.10 12-13. 14
Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón.
La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante.
La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos.
Aunque tu siervo vigila para guardarlos con cuidado, ¿quien conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta.
Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine: así quedaré libre e inocente del gran pecado.

Para los hebreos, los mandatos del Señor son mucho más que cumplir una serie de normas y preceptos. La ley expresa el designio divino para toda la humanidad. El cumplimiento de sus mandatos no es una obligación estricta, sino un imperativo de carácter urgente y bueno, que pide una respuesta por lo crucial y vital de su naturaleza. Por esto, para el creyente judío un precepto de Dios es un anuncio gozoso, porque detrás de él late el deseo inagotable del Creador que quiere la felicidad de su criatura.

El amor a Dios pasa por el amor a la Torah. El pueblo de Israel va tomando conciencia progresiva de que Dios es justo, y su justicia está basada en el amor a su pueblo. En su ley no hay falacia ni engaño: es verdadera porque nos ayuda a ampliar nuestros horizontes como personas. Nuestra respuesta a su ley nos ayudará a vivir más auténticamente. Dios nos lo pedirá todo, pero hasta donde nosotros podamos responderle; él nos conoce bien y su justicia es infinita.

Esta ley orienta la vida del creyente hacia Dios, le ayuda a vivir con rectitud y con plenitud. Una vida ordenada y coherente lleva a una profunda paz interior y, como consecuencia, a un estado vital de comunión en lo más profundo del corazón. Dios desea la calma, el sosiego, la confianza, el descanso del espíritu. El desconocimiento de sus leyes nos llevaría a caminar sin rumbo, vagando hacia el vacío.

En lo más hondo de nuestro ser, todos deseamos conectar con la bondad de Dios y vivir instalados en la certeza de que somos amados por él. La ley del Señor manifiesta su lealtad y fidelidad al hombre. Dios desea que el corazón humano se abra a él y que toda persona pueda conocerle.

Conocer esta ley es conocer las mismas entrañas de Dios. El corazón de Dios es pura esencia amorosa. Desde siempre y para siempre, él desea estar a nuestro lado. Nada ni nadie puede apartarlo de esta profunda convicción. Su deseo de permanencia en nosotros responde al pacto de fidelidad que ha asumido para salvarnos.

19 de septiembre de 2009

Salmo 53 - El Señor defiende a los suyos


Salmo 53.
De David, cuando vinieron los zifeos a Saúl a decirle dónde andaba David.

Oh Dios, sálvame por tu nombre, con tu poder defiéndeme.
Oh Dios, oye mi súplica, escucha mis palabras.
Porque extraños se han levantado contra mí
y hombres violentos buscan mi vida;
no han puesto a Dios delante de sí.
Pero Dios es el que me ayuda; el Señor sostiene mi vida.
Él devolverá el mal a mis enemigos; córtalos por tu verdad.
Te ofreceré un sacrificio voluntario
dando gracias a tu nombre, que es bueno,
porque me has librado de toda angustia,
y mis ojos han visto la ruina de mis enemigos.

Este salmo es una súplica angustiada. Partiendo de una situación personal de peligro y acoso, sufrida por el rey David, el poeta eleva una plegaria a Dios, mostrando en él toda su confianza.

Del contexto histórico, el salmista pasa a un plano trascendente. Ante las dificultades y la persecución, el hombre reconoce que nada puede sin Dios. En cambio, aquellos que le persiguen, no tienen en cuenta su existencia. Actúan de forma “impía”, podríamos decir, sin respeto a la divinidad ni tampoco a la humanidad.

Cuando llegamos a situaciones extremas es cuando más acusamos nuestra necesidad de Dios. En otros salmos se canta que Dios siempre está al lado de los que sufren, de los que son perseguidos, de aquellos que nada tienen, salvo la fe. Fijémonos que el suplicante no se toma la justicia por su mano, sino que confía que Dios hará justicia por él.

Esta fe se convertirá en su fortaleza. Tras la súplica, late una confianza profunda. “El Señor sostiene mi vida”. ¡Es así! Permanecer a su amparo, sostenidos por él, nos asegurará la protección. No nos librará de los problemas, pero sí nos ayudará a afrontarlos y a conservar lo más valioso que tenemos: un espíritu limpio.

“Y mis ojos han visto la ruina de mis enemigos”. Conviene interpretar esta frase. Desde una perspectiva cristiana, jamás podemos desear mal a nuestros adversarios, ni su ruina. Jesús nos recuerda que hemos de amar hasta al enemigo. Este verso final del salmo no es un castigo ni una maldición: es el destino que aguarda a aquellos que han decidido prescindir de Dios o actuar en su contra. La derrota no es una venganza del perseguido, sino la consecuencia de desterrar a Dios de sus vidas.

12 de septiembre de 2009

Los salmos

Los salmos son, de todas las lecturas del Antiguo Testamento, las que quizás nos acercan más al espíritu del Nuevo Testamento. Muchas palabras de Jesús fueron inspiradas en estos poemas donde existe un yo, el poeta que habla, y un tú, el gran protagonista al que van dirigidos los versos: Dios.

Y este es un Dios cercano, compasivo, que entiende las contradicciones humanas y no las rechaza. Es un Dios personal, al que se puede hablar.

Los salmos nos resultan cercanos porque son oraciones surgidas del corazón en momentos culminantes de la vida. Pueden ser súplicas desgarradas en tiempo de dolor o alabanzas exultantes, cargadas de alegría y gratitud. Pueden ser peticiones angustiosas, exclamaciones admiradas ante la belleza del Creador, ruegos insistentes, y hasta gritos de dolor. Pero en todos ellos late, tras la voz que pronuncia los versos, una confianza profunda e inamovible como roca firme: la certeza de que son palabras dirigidas a un Dios que escucha.

La piedra desechada