26 de diciembre de 2009

Dichosos los que viven en tu casa

Salmo 84

Dichosos los que viven en tu casa, Señor.

¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos!
Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo.

Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre.
Dichosos los que encuentran en ti su fuerza
al preparar su peregrinación.

Señor de los ejércitos, escucha mi súplica;
atiéndeme, Dios de Jacob.
Fíjate, oh Dios, en nuestro Escudo,
mira el rostro de tu Ungido.

El ser humano, desde su mismo nacimiento, anhela un hogar. No sólo el hogar físico, materno y familiar, del que procede, sino una casa espiritual, un terreno en el que plantar las raíces de su alma y crecer, alimentado y a la vez impulsado hacia su plenitud.

Las personas inquietas que buscan ese hogar a menudo se sienten extranjeras, fuera de lugar, siempre en camino. Es difícil encontrar un lugar en el mundo cuando el alma está hambrienta y la cultura que nos rodea no ofrece verdadero alimento que sacie y fortalezca.

«Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor»: este verso del salmo expresa perfectamente la avidez de quienes tienen hambre de eternidad y plenitud. ¿Quién colma esa ansia? ¿Quién sacia? ¿Quién acoge? ¿Dónde está ese hogar anhelado? En el regazo de Dios. Podríamos hacer nuestras las palabras de san Agustín: «nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti».

Las moradas del Señor son esa patria espiritual a la que tiende el espíritu humano. Son deseables y deliciosas. El salmo dice, «Dichosos los que viven en tu casa, Señor»… También podríamos decir: dichosos aquellos que alojan en su casa a Dios. Dichosos los que le abren el corazón y lo hacen su huésped predilecto.

Cuando acogemos a Dios en nuestro interior, corazón y carne «retozan», como dice el salmo. No sólo nos llenamos de alegría, sino que incluso físicamente adquirimos más fuerza, más salud, más firmeza. Dios sana el cuerpo y el alma; ambos se regocijan en su amor.

«Dichosos los que encuentran en ti su fuerza». Son muchos los que buscan y no encuentran, o se ven engañados y despistados en esta búsqueda. Quieren apoyarse en falsas certezas, en seguridades ficticias. Nuestra propia debilidad, natural, nos hace vulnerables. Siendo realistas, vemos que no somos grandiosos ni invencibles. Necesitamos apoyo. Y, ¿qué mayor apoyo que el del mismo Dios? Con él, citando a San Pablo, todo lo podemos. Si él está a nuestro lado, ¿quién podrá hacernos daño? Con él, los débiles nos hacemos fuertes, los inconstantes, tenaces; los vacilantes, intrépidos; los abatidos, entusiastas.

Siempre que necesitemos fuerza, valor, energía, podemos invocar a Dios. Tomemos las palabras de este salmo y hagámoslas nuestras. Él siempre escucha. Las puertas de su casa están permanentemente abiertas. Su amor nos invita.

19 de diciembre de 2009

Danos vida, restáuranos

Salmo 79

Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
Pastor de Israel, escucha, tú que te sientas sobre querubines, resplandece. Despierta tu poder y ven a salvarnos.
Dios de los ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó, y que tú hiciste vigorosa.
Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que tú fortaleciste. No nos alejaremos de ti: danos vida, para que invoquemos tu nombre.

En consonancia con las lecturas de hoy, pre-navideñas, el salmo que leemos nos habla de Dios como Señor de la vida.

Su poder resplandece: la Creación entera, el universo, el mundo, habla de su grandeza. Los ángeles le sirven.

En su mentalidad antigua, los salmistas eligieron imágenes a menudo bélicas para describir a Dios —Dios de los ejércitos— o bien tomadas de la cultura agraria que conocían —el señor que planta una viña y la cultiva con amor. Con estos símiles, están expresando, por un lado, que Dios no es ajeno a la vida y a la naturaleza, que son creación suya y que sostiene y alienta. Por otro, también nos señala que Creador y obra no son una misma cosa. Por eso Dios cuida de lo que ha creado y ninguna realidad del universo palpable le es indiferente. Su mano creadora también es restauradora y protectora.

Pero la fe hebrea ya atisba esa centralidad humana que recoge el Cristianismo. El hombre es su “escogido”, el que fortaleció. El hombre es la criatura semejante a su creador, la que puede hablar con él, imitarle en su impulso recreador, ayudarle a completar su obra. Es la criatura que, por encima de todo, puede amarle y también sentirse amada por Él.

«No nos alejaremos de ti: danos vida», rezan los versos del salmo. Más allá de la vida biológica, que Dios nos ha dado, tenemos esa otra vida plena, de la que somos conscientes y que todos en el fondo anhelamos. Esa vida que nos rescata del sinsentido y del miedo, que da un significado a nuestra existencia, se halla cuando nos acercamos libre y voluntariamente a Dios. Más aún, cuando le abrazamos y nos aferramos a Él. Acogerle es nuestra Navidad. Invocarle es ya una manera de invitarle y hacerle presente en nosotros.

12 de diciembre de 2009

Gritad jubilosos

Salmo 12

Gritad jubilosos: «Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel.»

El Señor es mi Dios y salvador: Confiaré y no temeré, porque mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación. Y sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación.

Dad gracias al Señor, invocad su nombre, contad a los pueblos sus hazañas, proclamad que su nombre es excelso.

Tañed para el Señor, que hizo proezas, anunciadlas a toda la tierra; gritad jubilosos, habitantes de Sión: «Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel.»


En el tercer domingo de Adviento, el llamado Gaudete, las lecturas nos invitan a la alegría. Es una alegría que no está causada por las circunstancias externas. El profeta Sofonías invita a su pueblo a cantar con júbilo al Señor en medio de una época de grandes dificultades. San Pablo escribe a los filipenses desde la cárcel, en peligro de condena. ¿Por qué, en esas situaciones, hablan de alegría?

Hoy, inmersos en esta crisis global, los cristianos podríamos pensar que la alegría exultante está fuera de lugar. ¡Muy al contrario! Es justamente cuando los problemas arrecian cuando hemos de estar más alegres. Y no por masoquismo o por ciega inconsciencia. No nos alegran los males que afligen el mundo, ni reímos ante nuestras propias debilidades y dolencias. Pero, como decía san Francisco, la verdadera alegría se encuentra en estos momentos de prueba. Cuando no hay ningún motivo para reír, es entonces cuando sólo nos queda una salida: agarrarnos bien fuerte al Dios que nos ama y jamás nos abandona.

Y Dios, como afirmaba un santo contemporáneo, “nunca pierde batallas”. Es fiel y permanece con nosotros. Nuestro motivo de alegría no reside en el mundo, sino en Él. Con Él a nuestro lado, nada hay que temer, ¡nada! Dicen los versos del salmo que “sacaremos aguas con gozo de las fuentes de la salvación”. Estas fuentes están en nuestro corazón, y el agua que las llena y las desborda viene de Dios.

En Adviento, se nos recomienda acercarnos al sacramento de la penitencia y reconciliarnos con Dios, con nosotros mismos, con los demás. Esa reconciliación pasa por una apertura del alma. Es Dios mismo quien derrama su amor como cascada que nos limpia y nos renueva por dentro. Recibámosle y dejemos que su gozo nos inunde.

5 de diciembre de 2009

El Señor ha estado grande...

Salmo 125

El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares.

Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos.» El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Que el Señor cambie nuestra suerte, como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.

Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas.

Volvemos a leer este salmo exultante que rebosa agradecimiento. Es muy acorde con el tiempo de Adviento, acompañando a la lectura de Juan predicando en el desierto.

El desierto es un lugar propicio para la oración y el descubrimiento de la verdad. También es símbolo de desnudez interior. La tierra desnuda de vegetación, abierta bajo el cielo transparente, es reflejo del alma que se sabe pobre y se abre al don.

Y cuando el espíritu se abre, Dios no retiene sus dones. Llueve, generoso, haciendo florecer la tierra estéril. “Cambia nuestra suerte”, así es. Nuestro destino humano, que a veces se nos puede antojar falto de horizonte, vacío, inútil y gris, se convierte en un jardín frondoso, lleno de sentido y belleza.

Cuando sentimos la plenitud de Dios en nosotros, la alabanza y el agradecimiento brotan, como las palabras de este salmo. Son palabras que nos recuerdan el Magníficat de María. La alegría estalla y se convierte en cántico cuando somos conscientes de cuánto nos ama Dios, y cuánto puede hacer en nuestra vida. Es el canto de quien ha vivido la conversión y se siente renacer.

Esta conversión es un camino que también requiere un esfuerzo. Muchas veces, comporta dolores “de parto”. Por eso el salmo habla de sembrar entre lágrimas. Cuánto llanto no habrán costado las conversiones, cuántas batallas internas para vencer nuestras propias resistencias. Pero la cosecha, finalmente, es gozosa, porque la semilla plantada era buena.

En los tiempos inciertos que vivimos, en que mucha gente está desorientada y es fácil caer en el pesimismo vital, los cristianos hemos de abrir nuestro corazón más que nunca para que Dios pueda regarlo con su amor. Nuestro florecer será el mejor testimonio ante quienes no creen. Como los gentiles del salmo, quizás se sorprendan y se admiren, y quizás, algún día, ansíen también beber de esa agua viva que nos alimenta y nos hace capaces para la esperanza y la alegría.