26 de diciembre de 2009

Dichosos los que viven en tu casa

Salmo 84

Dichosos los que viven en tu casa, Señor.

¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos!
Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo.

Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre.
Dichosos los que encuentran en ti su fuerza
al preparar su peregrinación.

Señor de los ejércitos, escucha mi súplica;
atiéndeme, Dios de Jacob.
Fíjate, oh Dios, en nuestro Escudo,
mira el rostro de tu Ungido.

El ser humano, desde su mismo nacimiento, anhela un hogar. No sólo el hogar físico, materno y familiar, del que procede, sino una casa espiritual, un terreno en el que plantar las raíces de su alma y crecer, alimentado y a la vez impulsado hacia su plenitud.

Las personas inquietas que buscan ese hogar a menudo se sienten extranjeras, fuera de lugar, siempre en camino. Es difícil encontrar un lugar en el mundo cuando el alma está hambrienta y la cultura que nos rodea no ofrece verdadero alimento que sacie y fortalezca.

«Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor»: este verso del salmo expresa perfectamente la avidez de quienes tienen hambre de eternidad y plenitud. ¿Quién colma esa ansia? ¿Quién sacia? ¿Quién acoge? ¿Dónde está ese hogar anhelado? En el regazo de Dios. Podríamos hacer nuestras las palabras de san Agustín: «nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti».

Las moradas del Señor son esa patria espiritual a la que tiende el espíritu humano. Son deseables y deliciosas. El salmo dice, «Dichosos los que viven en tu casa, Señor»… También podríamos decir: dichosos aquellos que alojan en su casa a Dios. Dichosos los que le abren el corazón y lo hacen su huésped predilecto.

Cuando acogemos a Dios en nuestro interior, corazón y carne «retozan», como dice el salmo. No sólo nos llenamos de alegría, sino que incluso físicamente adquirimos más fuerza, más salud, más firmeza. Dios sana el cuerpo y el alma; ambos se regocijan en su amor.

«Dichosos los que encuentran en ti su fuerza». Son muchos los que buscan y no encuentran, o se ven engañados y despistados en esta búsqueda. Quieren apoyarse en falsas certezas, en seguridades ficticias. Nuestra propia debilidad, natural, nos hace vulnerables. Siendo realistas, vemos que no somos grandiosos ni invencibles. Necesitamos apoyo. Y, ¿qué mayor apoyo que el del mismo Dios? Con él, citando a San Pablo, todo lo podemos. Si él está a nuestro lado, ¿quién podrá hacernos daño? Con él, los débiles nos hacemos fuertes, los inconstantes, tenaces; los vacilantes, intrépidos; los abatidos, entusiastas.

Siempre que necesitemos fuerza, valor, energía, podemos invocar a Dios. Tomemos las palabras de este salmo y hagámoslas nuestras. Él siempre escucha. Las puertas de su casa están permanentemente abiertas. Su amor nos invita.

19 de diciembre de 2009

Danos vida, restáuranos

Salmo 79

Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
Pastor de Israel, escucha, tú que te sientas sobre querubines, resplandece. Despierta tu poder y ven a salvarnos.
Dios de los ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó, y que tú hiciste vigorosa.
Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que tú fortaleciste. No nos alejaremos de ti: danos vida, para que invoquemos tu nombre.

En consonancia con las lecturas de hoy, pre-navideñas, el salmo que leemos nos habla de Dios como Señor de la vida.

Su poder resplandece: la Creación entera, el universo, el mundo, habla de su grandeza. Los ángeles le sirven.

En su mentalidad antigua, los salmistas eligieron imágenes a menudo bélicas para describir a Dios —Dios de los ejércitos— o bien tomadas de la cultura agraria que conocían —el señor que planta una viña y la cultiva con amor. Con estos símiles, están expresando, por un lado, que Dios no es ajeno a la vida y a la naturaleza, que son creación suya y que sostiene y alienta. Por otro, también nos señala que Creador y obra no son una misma cosa. Por eso Dios cuida de lo que ha creado y ninguna realidad del universo palpable le es indiferente. Su mano creadora también es restauradora y protectora.

Pero la fe hebrea ya atisba esa centralidad humana que recoge el Cristianismo. El hombre es su “escogido”, el que fortaleció. El hombre es la criatura semejante a su creador, la que puede hablar con él, imitarle en su impulso recreador, ayudarle a completar su obra. Es la criatura que, por encima de todo, puede amarle y también sentirse amada por Él.

«No nos alejaremos de ti: danos vida», rezan los versos del salmo. Más allá de la vida biológica, que Dios nos ha dado, tenemos esa otra vida plena, de la que somos conscientes y que todos en el fondo anhelamos. Esa vida que nos rescata del sinsentido y del miedo, que da un significado a nuestra existencia, se halla cuando nos acercamos libre y voluntariamente a Dios. Más aún, cuando le abrazamos y nos aferramos a Él. Acogerle es nuestra Navidad. Invocarle es ya una manera de invitarle y hacerle presente en nosotros.

12 de diciembre de 2009

Gritad jubilosos

Salmo 12

Gritad jubilosos: «Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel.»

El Señor es mi Dios y salvador: Confiaré y no temeré, porque mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación. Y sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación.

Dad gracias al Señor, invocad su nombre, contad a los pueblos sus hazañas, proclamad que su nombre es excelso.

Tañed para el Señor, que hizo proezas, anunciadlas a toda la tierra; gritad jubilosos, habitantes de Sión: «Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel.»


En el tercer domingo de Adviento, el llamado Gaudete, las lecturas nos invitan a la alegría. Es una alegría que no está causada por las circunstancias externas. El profeta Sofonías invita a su pueblo a cantar con júbilo al Señor en medio de una época de grandes dificultades. San Pablo escribe a los filipenses desde la cárcel, en peligro de condena. ¿Por qué, en esas situaciones, hablan de alegría?

Hoy, inmersos en esta crisis global, los cristianos podríamos pensar que la alegría exultante está fuera de lugar. ¡Muy al contrario! Es justamente cuando los problemas arrecian cuando hemos de estar más alegres. Y no por masoquismo o por ciega inconsciencia. No nos alegran los males que afligen el mundo, ni reímos ante nuestras propias debilidades y dolencias. Pero, como decía san Francisco, la verdadera alegría se encuentra en estos momentos de prueba. Cuando no hay ningún motivo para reír, es entonces cuando sólo nos queda una salida: agarrarnos bien fuerte al Dios que nos ama y jamás nos abandona.

Y Dios, como afirmaba un santo contemporáneo, “nunca pierde batallas”. Es fiel y permanece con nosotros. Nuestro motivo de alegría no reside en el mundo, sino en Él. Con Él a nuestro lado, nada hay que temer, ¡nada! Dicen los versos del salmo que “sacaremos aguas con gozo de las fuentes de la salvación”. Estas fuentes están en nuestro corazón, y el agua que las llena y las desborda viene de Dios.

En Adviento, se nos recomienda acercarnos al sacramento de la penitencia y reconciliarnos con Dios, con nosotros mismos, con los demás. Esa reconciliación pasa por una apertura del alma. Es Dios mismo quien derrama su amor como cascada que nos limpia y nos renueva por dentro. Recibámosle y dejemos que su gozo nos inunde.

5 de diciembre de 2009

El Señor ha estado grande...

Salmo 125

El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares.

Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos.» El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Que el Señor cambie nuestra suerte, como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.

Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas.

Volvemos a leer este salmo exultante que rebosa agradecimiento. Es muy acorde con el tiempo de Adviento, acompañando a la lectura de Juan predicando en el desierto.

El desierto es un lugar propicio para la oración y el descubrimiento de la verdad. También es símbolo de desnudez interior. La tierra desnuda de vegetación, abierta bajo el cielo transparente, es reflejo del alma que se sabe pobre y se abre al don.

Y cuando el espíritu se abre, Dios no retiene sus dones. Llueve, generoso, haciendo florecer la tierra estéril. “Cambia nuestra suerte”, así es. Nuestro destino humano, que a veces se nos puede antojar falto de horizonte, vacío, inútil y gris, se convierte en un jardín frondoso, lleno de sentido y belleza.

Cuando sentimos la plenitud de Dios en nosotros, la alabanza y el agradecimiento brotan, como las palabras de este salmo. Son palabras que nos recuerdan el Magníficat de María. La alegría estalla y se convierte en cántico cuando somos conscientes de cuánto nos ama Dios, y cuánto puede hacer en nuestra vida. Es el canto de quien ha vivido la conversión y se siente renacer.

Esta conversión es un camino que también requiere un esfuerzo. Muchas veces, comporta dolores “de parto”. Por eso el salmo habla de sembrar entre lágrimas. Cuánto llanto no habrán costado las conversiones, cuántas batallas internas para vencer nuestras propias resistencias. Pero la cosecha, finalmente, es gozosa, porque la semilla plantada era buena.

En los tiempos inciertos que vivimos, en que mucha gente está desorientada y es fácil caer en el pesimismo vital, los cristianos hemos de abrir nuestro corazón más que nunca para que Dios pueda regarlo con su amor. Nuestro florecer será el mejor testimonio ante quienes no creen. Como los gentiles del salmo, quizás se sorprendan y se admiren, y quizás, algún día, ansíen también beber de esa agua viva que nos alimenta y nos hace capaces para la esperanza y la alegría.

28 de noviembre de 2009

A ti levanto mi alma

Salmo 24

A ti, Señor, levanto mi alma.

Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador.

El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes.

Las sendas del Señor son misericordia y lealtad para los que guardan su alianza y sus mandatos. El Señor se confía con sus fieles y les da a conocer su alianza.

La analogía de la vida humana con un camino es muy propia de nuestra cultura occidental y, en concreto, de la fe cristiana. La vida es un trayecto que a veces resulta placentero y otras se convierte en un sendero escarpado y lleno de dificultades. En todo camino hay un inicio y una meta, un fin. Sabemos que echamos a andar cuando somos engendrados y, para los creyentes, la meta es regresar a los brazos de nuestro Creador. Pero, durante el recorrido, que puede ser muy largo y azaroso, necesitamos referencias y orientación.

Dios se convierte en guía, siguiendo la tradición de la fe hebrea, que ve a Dios como pastor de su pueblo. No es un dios lejano e indiferente, a quien nada le importen sus criaturas. No nos abandona, perdidos en el vasto mundo. Pero, por otra parte, también es cierto que no todos querrán seguir sus indicaciones.

¿Quiénes escuchan su voz? Los pecadores y los humildes, dice el salmo. Los que se despojan del orgullo y reconocen que Dios es más que ellos, que Dios puede más. Los que no se endiosan ni rechazan a su Creador. Hasta los que cometen errores y ofensas, si abren el corazón, podrán ser iluminados.

“Las sendas del Señor son misericordia y lealtad”. Reflexionemos sobre estas palabras. Misericordia es, literalmente, afecto entrañable, corazón tierno que se derrite de amor. Lealtad es otra gran virtud de Dios: siempre fiel, siempre está cerca, siempre atento. Dios vela como una madre sobre nosotros. Y sus “mandatos” no son otra cosa que esas orientaciones que nos guían en el camino de la vida. No son órdenes arbitrarias, sino avisos y enseñanzas.

Los antiguos judíos recordaban a menudo esta lealtad de Dios. En el salmo se repite la palabra “alianza”. Es una alianza a dos partes: Dios y el ser humano. Por la parte de Dios, el amor y la ayuda jamás fallan: Él siempre da. Por nuestra parte, la humana, tan sólo nos pedirá un alma abierta, dispuesta a recibirle y acogerle. Esta es la auténtica humildad, que no tiene nada que ver con el encogimiento y la humillación, sino con la alegría del que se sabe infinitamente amado.

En este tiempo de Adviento que comenzamos, el salmo 24 nos da palabras de esperanza. Quizás atravesamos un tramo borrascoso de nuestro camino, pero en medio de los problemas, Dios está ahí: si levantamos el alma hacia él, saldremos adelante.

21 de noviembre de 2009

El Señor reina

Salmo 92

El Señor reina, vestido de majestad.

El Señor reina, vestido de majestad, el Señor, vestido y ceñido de poder.

Así está firme el orbe y no vacila. Tu trono está firme desde siempre, y tú eres eterno.

Más potente que la voz de muchas aguas, más potente que el mar en su oleaje, más potente es el Señor en las alturas.

Tus mandatos son fieles y seguros; la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término.


Este salmo es muy acorde a la festividad que celebramos este domingo, Cristo Rey del Universo.

En él, se nos presenta a Dios como señor poderoso, rey de toda la creación, revestido de poder. El lenguaje y el tono son épicos, así como esas imágenes potentes —las aguas que rugen, las alturas del cielo. La fuerza de Dios es sobrecogedora.

¿Qué mensaje leemos aquí? Que Dios late detrás de todo el universo. Que todo cuanto existe es obra suya. Si la obra es maravillosa y admirable ¡cuánto más lo será el artista que la creó! Estos versos traducen una experiencia religiosa de asombro y veneración, muy alejada del animismo o del panteísmo, que ven divinidad en todas las cosas. La fe hebrea y la fe cristiana ven la huella de Dios en todo lo creado, pero no confunden obra con creador. La divinidad, lo sagrado, está en Él, más que en el mundo material y visible. Dios es inmutable y eterno, y su poder es esta capacidad para crear y sostener la existencia de las cosas y los seres.

Esta actitud de admiración y reconocimiento de Dios se da en la contemplación. Y de ella surge una forma de actuar y de estar en el mundo: una ética, una moral. Por eso los últimos versos del salmo ya no nos hablan de las bellezas del mundo, sino de los “mandatos” del Señor. Unos mandatos que son “fieles y seguros”, que son santos. ¿Qué significan estas palabras?

La acepción hebrea de mandato no es tanto una orden, sino una necesidad, una urgencia. Existe una ley de Dios, que nunca falla y que aporta a quienes las siguen santidad: es decir, alegría imperecedera, paz interior, libertad y nitidez de corazón. Esa ley no sigue las inercias de nuestro mundo, movido por el afán de poder y el egoísmo. Es la ley que Jesús mostró muy claramente con su vida: el poder de Jesús es el servicio, la donación, la entrega a los demás. El gran poder de Dios es su capacidad de amar sin límites. La ley, dice San Pablo, es el amor. En él yace la realeza del Señor.

14 de noviembre de 2009

Me refugio en ti

Salmo 15, 5 y 8. 9-10. 11

Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.

El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré.

Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.

Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.


Las lecturas del Antiguo Testamento y del evangelio esta semana nos hablan de grandes tribulaciones que afligen al mundo, pero también de esperanza. En tiempos de crisis y dificultades como los que vivimos, vale la pena leer con calma y profundizar en estos textos, no para caer en el alarmismo ni en el miedo, no para desanimarnos, sino para dilucidar qué nos dicen estas líneas.

Las escrituras siempre nos traen una última palabra de aliento y esperanza. El salmo 15 es una exclamación de gozo y una llamada a la paz. Con Dios a nuestro lado, nunca vacilaremos. Y Él es, no aquel Dios lejano e inalcanzable, sino nuestro “lote, nuestra heredad”: lo hemos recibido como regalo, Él mismo se nos da. No tenemos que esforzarnos por buscarlo, sino simplemente recibirlo y dejar que nos abrace y nos proteja en el calor de su regazo.

Dios sacia, Dios colma, Dios llena nuestra alma siempre hambrienta de infinito. Y es cuando experimentamos ese amor entrañable cuando sobreviene la paz. La paz interior, que tanto buscamos, no vendrá por muchas prácticas ascéticas ni seudomísticas. La paz auténtica no la construimos, sino que también nos es dada. Nos la da la certeza de ser amados. Por eso «se alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena». El salmo emplea expresiones muy carnales, muy vívidas, para reflejar esa paz que afecta no sólo a nuestra mente o a nuestros sentimientos, sino también a nuestro cuerpo, a nuestra salud.

Recordar siempre la cercanía de Dios nos da coraje y valor para afrontar cualquier dificultad: «no vacilaré». Los cristianos lo tenemos todo para superar el miedo. Nuestra fe nos ayuda a vencer los temores más grandes, incluido el temor a la muerte. Porque Dios nos ama tanto que también nos da esa inmortalidad anhelada: «no me entregarás a la muerte». No, no pereceremos definitivamente: hay en nosotros un espíritu que prevalecerá, porque está hecho de la misma sustancia que el Creador. Esta convicción también alimenta nuestra esperanza. Y quien espera, se pone manos a la obra para construir, día a día, paso a paso, un mundo mejor.

7 de noviembre de 2009

El Señor hace justicia

Salmo 145, 7. 8-9a. 9bc-10

Alaba, alma mía, al Señor.

Que mantiene su fidelidad perpetuamente, que hace justicia a los oprimidos, que da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos.

El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.

Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.


Este salmo aúna dos elementos que se dan en muchas oraciones: desde la pobreza, la necesidad o el dolor, el hombre clama a Dios. Como otros salmos, vemos aquí diversas situaciones que causan sufrimiento profundo: la opresión, el hambre, la enfermedad, el alejamiento del hogar… La viudez y la orfandad, la muerte de los seres queridos, la soledad y la pobreza.

Todas estas circunstancias se daban antiguamente y se continúan dando hoy, porque de alguna manera son compañeras inseparables de la naturaleza humana, de sus límites y a sus fragilidades. También la opresión y la injusticia son fruto de la libertad humana, mal vivida y peor utilizada. De manera que, podríamos decir, la mayoría de los males que aquejan a la humanidad son evitables o, cuando menos, podrían ser minimizados. Si tuviéramos bien presente a Dios en todo cuanto hacemos, lucharíamos contra estas lacras. Los gobernantes y los magnates económicos evitarían guerras y crisis humanitarias si se rigieran por los sólidos principios de la fe en un Dios que ama a todo ser humano, sin excepción.

En su encíclica Caritas in Veritate el Papa Benedicto XVI habla largamente de esto, apelando a la urgencia de que las sociedades humanas no renuncien jamás a su dimensión trascendente, pues sólo “Dios es garante del progreso humano”.

Sin embargo, el salmo de hoy nos habla de esperanza. Dios salva, cura, libera. Los versos son más que una promesa: están escritos en presente, Dios ya nos está amando, ya nos protege, ya nos cuida. Jamás ha dejado de hacerlo. Como el sol, que luce para santos y pecadores, derrama su bondad sobre el mundo. ¿Por qué a veces nos cuesta percibirlo? ¿Por qué nos parece que su luz se ha nublado para nosotros? Las nubes, o la sombra, no están en él, sino en las barreras que nosotros ponemos a su presencia.

El salmo dice “El Señor ama a los justos”. Esta frase da qué pensar. ¿Acaso sólo ama a los justos? ¿Qué ocurre con los injustos? ¿No es Dios misericordioso, que ama a todos? Sí, pero justamente esas palabras del salmista nos revelan que para recibir su amor también es necesaria una actitud por nuestra parte. En la medida en que nos dejemos amar, Dios intervendrá y sanará nuestra vida. Su amor no cabe en un corazón mezquino y cerrado.

¿Quiénes son los justos? El justo según la Biblia es el generoso, el de corazón grande, el que se abre, a Dios y a los demás. El justo es el que da, aún de lo que le falta o anda escaso, como la viuda de Sarepta que socorrió a Elías o como la viuda del óbolo que Jesús alabó en el templo de Jerusalén. Estas dos mujeres son imágenes espléndidas de los justos. Porque son magnánimos, Dios podrá amarlos y colmarlos de bendiciones.

31 de octubre de 2009

Venimos a tu presencia

Salmo 23, 1-2. 3-4ab. 5-6
Éste es el grupo que viene a tu presencia, Señor.

Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos.

¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos.

Ése recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob.

El salmo de hoy nos habla de la gente buscadora de Dios. En el mundo son muchas las personas que abrigan el deseo de encontrarlo y de ver su rostro. Los mueve el hambre de eternidad que llevan inscrita en su interior.

¿Cómo descubrimos a Dios? Para muchos, la contemplación de la naturaleza y su hermosura ya es una evidencia de Dios. Alguien ha tenido que crear este universo, los mares, los montes. Más aún: Alguien ha tenido que crear a los seres vivos, y al mismo ser humano.

Sin embargo, también son muchas las personas que no ven en la realidad un signo de la presencia de Dios. Las tendencias ateas o materialistas son poderosas y quisieran borrar todo rastro de divinidad en el mundo.

¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede contemplarlo y estar ante Él? El salmista responde: «el hombre de manos inocentes y puro de corazón». Jesús dirá, en el sermón de la montaña: «Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».

¿Quiénes son los limpios de corazón? Aquellos que están libres de prejuicios y, como los niños, son capaces de creer y admirarse. Los que tienen la mente y el alma abiertas, listas para aprender, despiertas para percibir los signos. Esta es la pureza que nos permite descubrir a Dios, no sólo en las maravillas de la naturaleza, sino en Cristo, en la Iglesia y en los demás.

San Juan en una de sus epístolas dice que a Dios jamás nadie le vio, pero que Jesús, su Hijo, lo manifiesta y que, quien le ve a él, ve a Dios. Muchas personas son reticentes y el Cristianismo ha sufrido y sufre rechazo justamente por esto. ¿Cómo es posible ver a Dios en una figura humana, por excelente que ésta sea? Por esto lo rechazaron los judíos y por esto mucha gente, hoy, se aleja de la Iglesia. Creen en Dios, pero no en su Hijo, hecho hombre. Creen en cierta idea de la divinidad, pero no en un Dios personal, cercano, dialogante y amante.

Los antiguos hebreos ya creían en el Dios personal. Por eso se dirigen a Él y le hablan: «Venimos a tu presencia», porque saben que escucha y les dará una respuesta. Nuestra religión es la fe del ser humano que se comunica con Dios.

24 de octubre de 2009

El Señor ha estado grande

Salmo responsorial (Sal 125)

El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares.

Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos.» El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Que el Señor cambie nuestra suerte, como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.

Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas.

Hoy nos encontramos con un salmo exultante, gozoso, agradecido. Es el cántico del pueblo —de la persona— que se siente amado por Dios y ve cómo Él ha intervenido en su vida.

Las imágenes del salmo son hermosas. Los torrentes del Negueb, como todo arroyo que corre por el desierto, pueden pasar meses de sequía, con sus cauces arenosos y estériles. Y, cuando llegan las lluvias, en cambio, bajan caudalosos. Dios es esa lluvia que transforma nuestras vidas.

Otra imagen del salmo nos recuerda aquel evangelio del sembrador. Dice el salmista: “al ir, iba llorando, llevando la semilla”. Sembrar es trabajo duro e incierto. ¿Crecerá una buena cosecha? Esto mismo podemos preguntarnos nosotros, los cristianos de hoy, cuando nos afanamos en nuestras tareas pastorales, colaborando en parroquias o movimientos. ¿Dará fruto todo nuestro esfuerzo? Tal vez el panorama que vemos nos desanime y nos haga llorar. Pero pongamos todo nuestro afán, nuestro trabajo, nuestros anhelos, en manos de Dios. El labrador hace su trabajo, pero el cielo también hace su parte. Es Dios quien, finalmente, hará florecer nuestros esfuerzos. Y entonces, llegará el día en que alguien, quizás no la misma persona que sembró, recogerá las espigas con alborozo.

La persona que reconoce todo cuanto hace Dios en su vida se ve colmada de gratitud. Y del agradecimiento brota la alegría. Es una alegría que hasta los no creyentes pueden advertir e incluso admirar: «Hasta los gentiles decían...» Podríamos decir que una persona alegre es una persona agradecida. Se sabe pequeña y limitada, y sabe reconocer las cosas grandes que Dios ha hecho por ella. Por eso, se siente pobre y rica a la vez. Pobre en sus propias fuerzas; rica en dones recibidos. Esta humildad, lejos de encogerla y de oprimirla, ensancha el corazón, ilumina el rostro y abre la boca para entonar una alabanza.

16 de octubre de 2009

Que tu misericordia venga sobre nosotros

Salmo 32, 4-5. 18-19. 20 y 22

Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.

Que la palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales; él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra.

Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre.

Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.

Este domingo nos encontramos con otro salmo de súplica esperanzada. Al tiempo que rogamos a Dios que tenga misericordia, cantamos las bondades que disfrutan aquellos que confían en el Señor: sus vidas serán libradas de la muerte, serán reanimados en tiempos de hambre; Dios será su auxilio y su escudo…

Podemos leer literalmente el salmo y reconocer que, realmente, Dios cuida de nosotros, nos protege y no deja que nunca nos falte lo más necesario. Pero, además de defendernos de todo mal, como rezamos en el Padrenuestro, Dios nos da algo más.

Nos da la vida, y no una vida cualquiera, sino una vida eterna, que ya en la tierra comienza a ser plena e intensa, llena de sentido.

Sacia nuestra hambre, no de comida, sino de infinito, de amor sin límites, de aquello que nada humano puede satisfacer. Dios es el único que puede cubrir ese abismo sediento que es nuestra alma.

Cuando flaqueamos, abrumados por dificultades materiales o por problemas que afectan nuestro estado anímico, él también nos reconforta. No hay mejor psiquiatra que Dios, que nos cura con su amor y nos da la paz de su regazo.

Y con esta imagen guerrera, el salmista concluye: Dios es nuestro auxilio y nuestro escudo. Agarrándonos a él, no nos hundiremos, y nadie podrá hacernos daño. Al menos, no podrá matar lo más valioso que tenemos: nuestro espíritu y nuestra libertad, confiadas en Sus manos.

Esta frase tan recurrente en los salmos también deberíamos meditarla: “la misericordia del Señor llena toda la tierra”. Esto quiere decir que nunca confiaremos lo bastante en Él: siempre nos da más. Su amor es inagotable, no se acaba, no se cansa, no se restringe. Jamás nos faltará, si se lo pedimos. Misericordia es una palabra latina que traduce una expresión hebrea muy tierna: se refiere al amor entrañable que siente una madre contemplando a sus retoños. Significa que el corazón de Dios se conmueve: nada de lo que nos sucede le es indiferente. ¡Hablémosle con sinceridad!

10 de octubre de 2009

Sácianos de tu amor

Salmo 89, 12-13. 14-15. 16-17

Sácianos de tu misericordia, Señor. Y toda nuestra vida será alegría.

Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Sé paciente con tus siervos.

Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo. Danos alegría, por los días en que nos afligiste, por los años en que sufrimos desdichas.

Que tus siervos vean tu acción, y sus hijos tu gloria. Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos.


Este es un salmo de petición cuyos versos destilan esperanza. No es un ruego desesperado, sino una súplica confiada e incluso gozosa. Es la plegaria de aquel que ya ha gustado la bondad de Dios, que la conoce, que la ha experimentado, y la desea para todos los días de su vida.

Sácianos de tu misericordia, insiste la canción. Algunas versiones dicen: “que tu amor no deje de saciarnos”. Es una frase que describe con honda sencillez el anhelo más genuino latente en el corazón humano. Nuestros deseos son infinitos y hay una sola persona que pueda saciarlos: Dios. Su misericordia equivale a su amor, a su generosidad, a su paciencia. Es la actitud del padre amoroso hacia sus hijos. Lo que el poeta le pide a Dios, en realidad, es lo que ya sabe que recibirá.

Hay también en esta súplica una gran dosis de realismo. Por un lado, pedimos a Dios que nos enseñe a contar nuestros días. Se trata de aprender a ser conscientes del paso del tiempo, de la importancia de administrar ese tesoro que es nuestra vida temporal para así aprovecharla y dedicarla a aquello que vale la pena. Esto nos confiere la sabiduría del corazón.

También le pedimos días de alegría, que contrapesen los días de penas y dolor, ¡esto es tan humano! Y es lícito pedirlo, pues, ¿acaso podemos pensar que Dios no quiere darnos alegría y cosas buenas? En todo caso, los sufrimientos, vividos con serenidad, nos pueden enseñar el camino hacia una vida mejor, más profundamente alegre y plena.

Finalmente, pedimos a Dios que haga prósperas las obras de nuestras manos. ¡Qué bella petición! Es, en realidad, una ofrenda. Cuando ofrecemos todo cuanto hacemos a Dios, desprovistos de otro interés que no sea agradarle y trabajar de la mejor manera posible, él puede hacer milagros. La prosperidad y la eficacia de nuestras acciones puede depender en gran medida de nuestro esfuerzo, cierto. Pero los creyentes no hemos de olvidar que contamos con Alguien más, que enderezará lo que ande torcido y que hará brillar y fructificar nuestro trabajo.

3 de octubre de 2009

Salmo 127 - Dichoso el que teme al Señor

Salmo responsorial Sal 127, 1-2.3. 4-5. 6
Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida.
Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien.
Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa;
tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa.
Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida.
Que veas a los hijos de tus hijos. ¡Paz a Israel!

Este es un salmo de alabanza. Hay en él una loanza doble: a Dios, que reparte sus bendiciones y que vela por nosotros “todos los días de nuestra vida”, y al justo que sigue los caminos del Señor. A través de imágenes sencillas y expresivas, el salmista nos muestra qué dones recibe el que “teme al Señor”. Son aquellos que todo hombre de aquella época podría considerar los mayores bienes: una esposa fecunda, un hogar próspero, hijos sanos y hermosos, salud y una descendencia numerosa. Hoy, tantos siglos después, también podríamos decir que este es el sueño de la mayoría de las personas: formar una familia, gozar de bienestar económico, y vivir una vida larga y pacífica, junto a los seres queridos.

Pero, ¿quién puede conseguir esta felicidad? ¿Quién es el que teme al Señor y sigue sus caminos? En lenguaje de hoy, no podemos comprender que debamos tener miedo de un Dios que es amor. Pero esa falta de temor tampoco nos ha de llevar al olvido y al descuido. Dios nos ama, pero también nos enseña. Nos muestra, a través de la Iglesia y especialmente a través de su Hijo, Jesús, cuál es el camino para alcanzar una vida digna, llena de bondad. Lo que hemos de temer es olvidarnos de él, ignorarlo, vivir a sus espaldas. ¡Ay de nosotros si apartamos a Dios de nuestra vida! Caeremos en la oscuridad y en el desconcierto, y comenzaremos a vagar a la deriva. Perderemos la paz, la armonía familiar, y hasta los bienes materiales, tarde o temprano.

Los antiguos ya indagaron sobre qué debía hacer el hombre que buscaba una vida sana, dichosa y en paz. Los filósofos clásicos llegaron a la conclusión de que ésta se podía alcanzar mediante la honradez y la práctica de las virtudes. También los israelitas creían que mediante el culto a Dios y el cumplimiento de sus mandatos, que no dejan de ser prácticas cívicas y virtuosas, podrían conseguirla. Los cristianos, hoy, tenemos un camino aún más claro y directo: Jesús. Ya no se trata de aprender leyes o de leer muchos libros, sino de conocer, amar e imitar al que amó generosamente, hasta el extremo, y aprender a amar como él lo hizo. Ese es nuestro auténtico camino.

Por eso este salmo, además de alabanza, es un recordatorio. Dios cuida de nosotros siempre, cada día que pasa. Y nos muestra el camino hacia la “vida buena”, la que todos anhelamos en lo más profundo de nuestro ser, la que merece ser vivida.

26 de septiembre de 2009

Salmo 18 – Los mandatos del Señor alegran el corazón

Sal 18, 8.10 12-13. 14
Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón.
La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante.
La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos.
Aunque tu siervo vigila para guardarlos con cuidado, ¿quien conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta.
Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine: así quedaré libre e inocente del gran pecado.

Para los hebreos, los mandatos del Señor son mucho más que cumplir una serie de normas y preceptos. La ley expresa el designio divino para toda la humanidad. El cumplimiento de sus mandatos no es una obligación estricta, sino un imperativo de carácter urgente y bueno, que pide una respuesta por lo crucial y vital de su naturaleza. Por esto, para el creyente judío un precepto de Dios es un anuncio gozoso, porque detrás de él late el deseo inagotable del Creador que quiere la felicidad de su criatura.

El amor a Dios pasa por el amor a la Torah. El pueblo de Israel va tomando conciencia progresiva de que Dios es justo, y su justicia está basada en el amor a su pueblo. En su ley no hay falacia ni engaño: es verdadera porque nos ayuda a ampliar nuestros horizontes como personas. Nuestra respuesta a su ley nos ayudará a vivir más auténticamente. Dios nos lo pedirá todo, pero hasta donde nosotros podamos responderle; él nos conoce bien y su justicia es infinita.

Esta ley orienta la vida del creyente hacia Dios, le ayuda a vivir con rectitud y con plenitud. Una vida ordenada y coherente lleva a una profunda paz interior y, como consecuencia, a un estado vital de comunión en lo más profundo del corazón. Dios desea la calma, el sosiego, la confianza, el descanso del espíritu. El desconocimiento de sus leyes nos llevaría a caminar sin rumbo, vagando hacia el vacío.

En lo más hondo de nuestro ser, todos deseamos conectar con la bondad de Dios y vivir instalados en la certeza de que somos amados por él. La ley del Señor manifiesta su lealtad y fidelidad al hombre. Dios desea que el corazón humano se abra a él y que toda persona pueda conocerle.

Conocer esta ley es conocer las mismas entrañas de Dios. El corazón de Dios es pura esencia amorosa. Desde siempre y para siempre, él desea estar a nuestro lado. Nada ni nadie puede apartarlo de esta profunda convicción. Su deseo de permanencia en nosotros responde al pacto de fidelidad que ha asumido para salvarnos.

19 de septiembre de 2009

Salmo 53 - El Señor defiende a los suyos


Salmo 53.
De David, cuando vinieron los zifeos a Saúl a decirle dónde andaba David.

Oh Dios, sálvame por tu nombre, con tu poder defiéndeme.
Oh Dios, oye mi súplica, escucha mis palabras.
Porque extraños se han levantado contra mí
y hombres violentos buscan mi vida;
no han puesto a Dios delante de sí.
Pero Dios es el que me ayuda; el Señor sostiene mi vida.
Él devolverá el mal a mis enemigos; córtalos por tu verdad.
Te ofreceré un sacrificio voluntario
dando gracias a tu nombre, que es bueno,
porque me has librado de toda angustia,
y mis ojos han visto la ruina de mis enemigos.

Este salmo es una súplica angustiada. Partiendo de una situación personal de peligro y acoso, sufrida por el rey David, el poeta eleva una plegaria a Dios, mostrando en él toda su confianza.

Del contexto histórico, el salmista pasa a un plano trascendente. Ante las dificultades y la persecución, el hombre reconoce que nada puede sin Dios. En cambio, aquellos que le persiguen, no tienen en cuenta su existencia. Actúan de forma “impía”, podríamos decir, sin respeto a la divinidad ni tampoco a la humanidad.

Cuando llegamos a situaciones extremas es cuando más acusamos nuestra necesidad de Dios. En otros salmos se canta que Dios siempre está al lado de los que sufren, de los que son perseguidos, de aquellos que nada tienen, salvo la fe. Fijémonos que el suplicante no se toma la justicia por su mano, sino que confía que Dios hará justicia por él.

Esta fe se convertirá en su fortaleza. Tras la súplica, late una confianza profunda. “El Señor sostiene mi vida”. ¡Es así! Permanecer a su amparo, sostenidos por él, nos asegurará la protección. No nos librará de los problemas, pero sí nos ayudará a afrontarlos y a conservar lo más valioso que tenemos: un espíritu limpio.

“Y mis ojos han visto la ruina de mis enemigos”. Conviene interpretar esta frase. Desde una perspectiva cristiana, jamás podemos desear mal a nuestros adversarios, ni su ruina. Jesús nos recuerda que hemos de amar hasta al enemigo. Este verso final del salmo no es un castigo ni una maldición: es el destino que aguarda a aquellos que han decidido prescindir de Dios o actuar en su contra. La derrota no es una venganza del perseguido, sino la consecuencia de desterrar a Dios de sus vidas.

12 de septiembre de 2009

Los salmos

Los salmos son, de todas las lecturas del Antiguo Testamento, las que quizás nos acercan más al espíritu del Nuevo Testamento. Muchas palabras de Jesús fueron inspiradas en estos poemas donde existe un yo, el poeta que habla, y un tú, el gran protagonista al que van dirigidos los versos: Dios.

Y este es un Dios cercano, compasivo, que entiende las contradicciones humanas y no las rechaza. Es un Dios personal, al que se puede hablar.

Los salmos nos resultan cercanos porque son oraciones surgidas del corazón en momentos culminantes de la vida. Pueden ser súplicas desgarradas en tiempo de dolor o alabanzas exultantes, cargadas de alegría y gratitud. Pueden ser peticiones angustiosas, exclamaciones admiradas ante la belleza del Creador, ruegos insistentes, y hasta gritos de dolor. Pero en todos ellos late, tras la voz que pronuncia los versos, una confianza profunda e inamovible como roca firme: la certeza de que son palabras dirigidas a un Dios que escucha.

Piedad, oh Dios, hemos pecado